Opinión
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Autoridad y reformas
E

n el análisis del llamado periodo reformista del oficialismo priísta aparece, redactado con buen decir de los evaluadores, como un eficaz y valiente desempeño presidencial. Ha sido –aseguran– una lástima que las reformas emprendidas no acaben de empotrarse con el bienestar de las familias. Las mejoras –se dice ahora con suave pluma justiciera– harán sentir sus beneficios un tanto más allá de esta problemática actualidad. Requieren para su maduración de un poco más de tiempo, pero, sin duda, prometen efectos valiosos. El golpe conciliador –sostienen hasta con cierto desen­fado de probados visionarios– fue maestro: permitió la entrada, al acosado sistema mexicano, de la anhelada pluralidad (todos de acuerdo). Un horizonte que se intuía, al inicio de la administración, reacio a las negociaciones entre oponentes.

Pocos cuestionan, en el ámbito público, el propósito central o la misma originalidad de las susodichas reformas estructurales. Se catalogan, simplemente, como necesarias para modernizar el atascado ensamble económico y dinamizar el quehacer público, privado y hasta familiar. De allí se parte para proseguir el hilado argumental sobre las bondades de las reformas. Lo central a dilucidar, antes que cualquier otro supuesto o conjetura se asiente como indiscutible, es: para quién o quiénes se llevaron a cabo los ajustes legislativos, constitucionales algunos de ellos. Un espinoso asunto esquivado por los analistas del sistema, a pesar de su trascendencia política.

Difícil ha sido precisar que la reforma laboral se diseñó, después de investigar la calidad del empleo de las mayorías, con la intención explícita de incrementar el empleo y las percepciones de los trabajadores. De necios sería insistir en que la energética respondió al sentir y el deseo popular de abrir, al capital privado, el petróleo y la electricidad. Aun ahora, que arrecian sobre ella los huracanados derrumbes de precios, todavía tratan de mantener abierta una válvula de escape salvadora de su pertinencia.

El enredo educativo, centrado en retomar el mando burocrático sobre un gremio que se mostraba reacio al control central, enrolla y determina, todo el desarrollo del proceso. Una vez decapitada la famosa guerrera (Elba Esther Gordillo) que deseaba un epitafio adecuado a su condición rebelde, la corrupta dirigencia magisterial del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación quedó en el más ignominioso de los desamparos. Poco, o nada inclusive, ha sido tocado en su manejo interno, siempre condescendiente y usado por el priísmo. La Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación era el enemigo en turno y contra ella se enfocaron las baterías mediáticas y se aprestaron a usar los muchos garrotes disponibles. No es tolerable, se afirma con desparpajo estelar, que una dirigencia (espuria) someta, a su égida, a varias decenas o centenas de miles de maestros. Se tienen que liberar de ese yugo y para eso se nombró un sargento en jefe dispuesto al inminente combate: una ruta poco envidiable de ganarse un sitial pero exigido por los notables. Las dichosas evaluaciones entrarán en operación, sin duda resguardadas por los toletes, las vallas y los gases. El contenido, los conceptos, las visiones a futuro, los métodos pedagógicos y el perfeccionamiento del magisterio que deberían alumbrar el continuo cambio educativo quedaron sin patrocinadores, nebulosos y sin el relleno de la necesaria imaginación. La minoritaria pero exigente inquietud empresarial de adecuar el aula a la oficina y las mentes de jóvenes a la dominante teología neoliberal cruza toda la reciente actividad educativa. Aquí se intenta un cambio para la productividad, ese que trata de subsumir el desarrollo personal y demás valores fundacionales, al proceso productivo, la eficiencia y los rendimientos del capital. Eso fue lo que apuntaló el diseño original (en realidad copia de otras similares en varios países) y es lo que domina, por ahora al menos, el empuje oficialista de una reforma de triste semblante por demás autoritario. Qué decir de la manoseada reforma de telecomunicaciones: ese amasijo de cuarto oscuro dizque para liberar la creatividad de los emprendedores. Entendiendo por ello el dominio de los cuasi monopolios que, no sin las dificultades y pleitos inherentes, se reparten el negocio, ese enorme pastel a su entera disposición.

Preguntarse por las razones del deterioro de la imagen presidencial y el decaimiento de la democracia, a pesar de la tarea innovadora del inicio, es ignorar la clave del asunto: las imperantes y crecientes desigualdades que retozan intocadas. Todas y cada una de las reformas empujan en esa ominosa dirección. Ninguna se salva de procrear condiciones ventajosas para los propietarios a costa de vejar a los trabajadores. Ese es el signo distintivo de ellas, su sello impreso con autoritarismo con el disfraz de apoyarse en la ley.