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Venezuela y el homo parabellum global
H

ay tres cosas que a las izquierdas canónicas resultan indigeribles: la realidad, la democracia y la derrota política. Cosas que desacreditan su dialéctica, o su estar en el mundo. Porque ni la realidad es lo que parece, ni la democracia es ideología, ni una derrota política pretexto para colgarse de un farol.

Las ideas políticas brotan de otras que las precedieron, y hay que situarlas en su contexto. De lo contrario, serán extrapolaciones ajenas al orden injusto que se anhela cambiar. Así, una de las ideas sustentadas desde este lugar a partir de 1998 giró en torno al rol de Hugo Chávez en la resurrección de la patria grande.

Ojo: no dije “de la conciencia política de…” sino de la resurrección sin más. Cosa (lo primero) más difícil de procesar, pues, justamente, buscaba (digámoslo así) la reconstrucción del sujeto consciente, crítico, revolucionario.

Veamos. De la disolución de la Gran Colombia a la Revolución Mexicana (1830/1910) habían transcurrido 80 años en que nuestros pueblos vivieron bajo el hechizo de la falsa dicotomía civilización o barbarie. Luego, ochenta más de frustraciones y derrotas que, con sus alegrías y amarguras, sólo pudo Cuba exorcizar. Hasta que alumbrando el nuevo siglo llegó la revolución bolivariana.

Nunca había acontecido algo similar. Por culpa de Chávez, casi al unísono, alzaron vuelo estadistas como Lula, Kirchner, Evo, Correa, Cristina. Tan distintos entre sí, y tan atentos a la épica resistencia estratégica de Fidel frente al imperio. Quince años en que nuestros pueblos pegaron un vigoroso salto de calidad que, a la postre, fue más trascendente en comparación con el que en su época deparó la revolución cubana.

Sin embargo, bastó que Chávez muriera para que un pequeño ejército de intelectuales omniscientes enlodaran la cancha con un marxismo crítico u ortodoxo, pero adocenado. Y a esto se le llamó batalla de ideas… Batalla que volvió a librarse en forma sectaria y dogmática, pues en ella sólo tenían lugar las mentadas de madre contra el enemigo histórico de nuestros pueblos.

En la noche del pasado domingo 6 de diciembre (menos luminosa que la de hace 17 años, cuando Chávez obtuvo su primera victoria electoral) un amigo me preguntó: ¿crees que ahora aprenderán? Teniendo en mente las palabras de Mao en un breve y denso diálogo con André Malraux (1965), respondí: lo dudo. No andaba deprimido. Andaba con bronca.

Pero, como bien dijo Mao a Malraux: ¿Quién oye las palabras de alguien que ha sufrido una derrota? O mejor, se puede perder una batalla, pero es preciso que el número de batallas ganadas sea superior al de las batallas perdidas. Y bien… ¿en qué momento empezaron a menguar las muchas batallas ganadas por el chavismo? ¿Con la caída de los precios del petróleo, o con aquella mentalidad petrolera que un liberal como Arturo Uslar Pietri (1906-2001) había fustigado en infinidad de textos sin tregua?

La contrarrevolución venezolana empezó con el acta de nacimiento del homo parabellum gobal, expedida el 11 de septiembre de 2001, luego de la caída de las Torres Gemelas. Un homo parabellum paradójicamente desarmado, diseñado para justificar la guerra sin saber por qué, y capaz de votar en democracia contra sus intereses. O sea, más perfecto que el humanoide inventado por Frankenstein en su laboratorio.

Acorde con la época, el ingenuo doctor Fran­kenstein aspiraba a que su criatura fuera perfecta. Y a tal punto lo fue, que mató a su creador porque no le había dado un amigo para amar. Precavidamente, los Frankenstein modernos son menos románticos. Bien saben que si el homo parabellum aliviase la carga del sapiens-sapiens, también correrían el riesgo de morir asesinados.

Mejor, entonces, suministrarle cosas que impidan al homo parabellum caer en desagradables arrebatos de conciencia. V. gr: un plasma HD de 200 pulgadas en 200 cuotas mensuales y, de regalo, la serie completa de los programas de Laura Bozzo y Paty Chapoy. O, si se las da de culto, un e-book con las ideas políticas de Vargas Llosa & asociados.

Mao añade: Junto a la reforma agraria y a una política democrática hay un tercer punto: en China fue preciso aliarse con la burguesía y los intelectuales burgueses; solidarizarse con todas las fuerzas de la burguesía nacional y de los intelectuales burgueses que no hacían causa común con el enemigo.

El Gran Timonel termina con una sentencia orientalmente escueta: Hacer política no es más que asegurar el éxito y la vida de una colectividad. No obstante, habría que ver qué tipo de política. ¿La del Estado? ¿La de la mano invisible que con salivosa unción besuquean los liberales? ¿La de los charlatanes de la descentralización y el rizoma?

En los países del llamado socialismo real, las distorsiones estructurales sublimaron el rol del Estado, destruyendo el mercado. Y en los del capitalismo occidental se sublimó el mercado y destruyó el Estado. A pesar de todo, en momento alguno del diálogo con Malraux el sabio Mao movió el dedo del renglón: El débil puede vencer al fuerte.