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Las sufragistas
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Fotograma de la película dirigida por la británica Sarah GavronFoto cortesía Universal Pictures
U

na de las figuras más emblemáticas en la historia del feminismo británico, y en particular de su lucha por el derecho al voto igualitario a principios del siglo pasado, es Emily Wilding Davison, quien murió arrollada por el corcel del rey Jorge V cuando durante un derby escenificaba una protesta casi suicida en favor de los derechos de las mujeres. Encarcelada nueve veces y obligada a romper sus huelgas de hambre 49 veces más mediante la alimentación forzada, esta pionera del radicalismo feminista aceleró, con su último gesto desesperado, la conquista de la igualdad jurídica de género con el voto femenino en 1928, ocho años después de un logro similar en Estados Unidos.

Aunque todo parece indicar que la biografía de Emily Davison habría sido un formidable sustento narrativo para Las sufragistas, la realizadora británica Sarah Gavron y su guionista Aby Morgan optaron por dedicar a esta figura crucial un papel secundario en el desenlace de la cinta, haciendo del conjunto de la trama una aproximación más convencional y cautelosa a lo que fuera una revuelta muy singular y valiente en la todavía rígida era posvictoriana.

La acción se sitúa en Londres, en 1912, un año antes del suceso de la protesta frente al rey, y describe, con una estupenda ambientación, las dramáticas condiciones laborales en una enorme lavandería donde las mujeres padecen, algunas desde la niñez, agotadoras jornadas de trabajo y un continuo abuso sexual por parte de los capataces. La privación de los derechos se prolonga de las fábricas a los tribunales y hasta el hogar, donde los maridos gozan, entre otros privilegios, de la custodia irrestricta de los hijos en caso de una conducta reprobable por parte de sus mujeres. La aspiración al derecho del voto femenino procura equilibrar, en lo posible, esa discriminación permanente. Como lo sugiere una protagonista de la cinta, se trata de poder legislar al margen de las imposiciones patriarcales. Las sufragistas captura, con acierto, ese ambiente de agitación social que incluye formas insospechadas de protesta femenina: lanzamiento de piedras contra las vitrinas de los comercios, colocación de explosivos en buzones postales, sabotajes en centros laborales. Y una contraofensiva policiaca que no vacila en golpear a las mujeres en la calle y, de modo más insidioso aún, en hacer de ellas un objeto permanente de la burla y el escarnio en la prensa y en los espacios públicos.

El personaje ficticio de Maud Watts (Carey Mulligan), una lavandera de 24 años, casada con un apacible y muy opaco colega de trabajo (Ben Whishaw), y, como él, poco interesada en la política, se ve de pronto obligada a remplazar como oradora a otra trabajadora frente a un tribunal, aparentemente favorable a la causa femenina, cuya traición final la orilla a abandonar sus primeras reticencias y abrazar la causa de las sufragistas lideradas por la aguerrida Emmeline Pankhurst (Meryl Streep, en una aparición muy breve).

La toma de conciencia de la nueva y “sucia pankie” (como se denomina con sorna a las sufragistas) es acelerada y, en un principio, poco convincente. Su personaje parece tan esquemático como el de su compañera radical Edith Ellyn (Helena Bonham Carter), o el de la propia figura tutelar de Pankhurst, la lideresa moral que actúa desde la clandestinidad. De modo también convencional, cobra relevancia la figura del jefe policiaco Arthur Steed (Brendan Gleeson), feroz detractor de la causa feminista y a la vez secretamente fascinado por el vigor y osadía de las militantes. Más que una crónica de los años difíciles de la lucha por el sufragio, la cinta de Sarah Gavron semeja una parábola sobre la resistencia moral de una joven obrera frente a las injusticias y un entorno adverso, sin una mayor exploración de las complejidades sociales y psicológicas que viven en ese momento los personajes, algo que en la literatura estadounidense sí había estudiado, con enorme malicia y agudeza crítica, el novelista Henry James al evocar una problemática similar en Las bostonianas (1866).

La paradoja afortunada es la manera en que la joven actriz Carey Mulligan hace crecer al personaje de Maud Watts muy por encima de su apresurado diseño en el guión original. Y aunque en términos artísticos Las sufragistas tiene algo del lenguaje de una serie televisiva, su recreación de atmósferas turbias en un Londres laboral no muy distante de la miseria generalizada que describía Dickens, con una notable fotografía de Eduard Grau, y la partitura musical siempre eficaz de Alexandre Desplat, la experiencia vuelve muy atractiva, siempre a pesar de las limitaciones de un guión que uno habría imaginado más original y brillante procediendo de la pluma de Abi Morgan, quien antes destacara en su trabajo para La dama de hierro, de Phyllida Lloyd, o, mejor aún, para Vergüenza, la cinta del londinense Steve McQueen. Se exhibe en salas de Cinépolis y Cinemex.

Twitter: @Carlos.Bonfil1