Opinión
Ver día anteriorLunes 21 de diciembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Más sabe el lobo
V

iejo lobo era, pero más sabe el lobo por lobo, así que para qué ocultarlo, ser viejo le estorbaba. A quién no. La edad no le había enseñado nada que su instinto no supiera. Huraño fue siempre. Desconfiaba de los demás hombres y de las otras bestias. Para cuando llegó la violencia a la ciudad y ganó espacio en las calles, Valdovinos salía ya poco a cazar.

En sus tiempos de predador fue implacable, no daba una dentellada inútil. Nada de bolas de desperdicio, ni zurdazos al aire, ni chocar las mandíbulas vacías. Donde ponía el ojo clavaba el colmillo. Una vez en movimiento salía hecho la bala, y de que alcanzaba la presa, la alcanzaba. Venció caballos y venados, alcanzó patos y chachalacas alzando vuelo, dejó atrás a otros lobos sin aliento.

Pero las lobas. Ah, le revolvían el instinto hasta la imprudencia, y para esas correrías no escatimó arrojo ni astucia. Ni estupidez. No pocas veces terminó revolcado en el fango, magullado del muslo, en el hocico la marca de un soplamocos a garra abierta y babas de sangre. Si como a los guerreros de antaño, lo condecoraban cicatrices de pelea; las cicatrices de loba eran el escapulario de su penitencia.

Para los vecinos era, clásico, un hombre tranquilo. Saludaba en el corredor de la bulliciosa vecindad, donde instaló su cubil. Ayudaba con el mandado a las señoras. No pisaba donde trapeaban las muchachas, era capaz de quitarse los zapatos para no ensuciar las escaleras mojadas. En esas ocasiones se comportaba como un lobo manso.

Los gandallones que dominaban la unidad y la cuadra lo respetaban, si andaban cheleando en los carros le convidaban y él sí, tan serio como parecía, se echaba su caguama, sostenía la conversación de futbol como si supiera y para los albures nunca lo cogían desprevenido. Cabrón Valdovinos, le dijo un día Carlos el cabecilla, no se te va ni una, salud. Pero en general no se mezclaba, ni bajaba a la posada vecinal. Si acaso buenas tardes, compermiso, qué bonitas sus violetas, doña Ciria. Cuando no se desaparecía, salía poco. Dejaba corridas las cortinas, veía poca tele, él mismo tiraba su basura. No había mucho que espiarle ni nada que reclamarle.

Así pasaron los años. Una tarde, cuando la inseguridad ya se había puesto fea, los gritos desgarrados de Patricia:

–¡Se la llevan! ¡Se la están robando! ¡Llamen a la policía!

Tres hombrones, uno de ellos armado, se apoderaron de Lila, nueve años, asomada al zaguán. Cargándola entre dos corrieron a donde los esperaba una pick up Lobo negra del año, la aventaron a la caja, treparon enseguida, la mantuvieron bocabajo a la fuerza y el vehículo arrancó pintando llanta mientras el de la pistola apuntaba a los mirones para ahuyentarlos.

Del fondo del corredor de la vecindad se vio venir a Valdovinos a toda carrera con una Parabellum 9 milímetros. Apenas traspuso el zaguán, apuntó un segundo y soltó un disparo que retumbó por encima del vocerío de los alarmados vecinos y los llantos de Patricia viendo alejarse a los robachicas con su hija. La pick up Lobo alcanzaba la esquina cuando se fue contra un poste y un carro estacionado, que la detuvieron aparatosamente. El único tiro había perforado la calavera del conductor, y punto. Los demás tripulantes abandonaron el vehículo y echaron a correr con todo y Lila, que sólo entonces comenzó a gritar mamá, mamá.

Pero ya venía Valdovinos a toda carrera, pistola en mano, tan rápido que alcanzó a los secuestradores cuando apenas se alejaban de la pick up, y al que cargaba a Lila le acomodó un culatazo en la nuca, y otro y, cruzado, otro más. El tipo se desplomó con la niña. Valdovinos todavía le clavó una bala en la nalga al que corría, levantó a Lila y la regresó a su madre.

–Métanse doña.

Las patrullas dilataron como una hora y llegaron en mal plan. Carlos y su gente ya tenían amarrados a los dos heridos, y el chofer en la cabina allí seguía, tieso contra el manubrio. Los tiras trataron a los vecinos como a delincuentes y quisieron interrogar a Lila. Valdovinos se les interpuso, yo disparé, estoy a sus órdenes. Les entregó la Parabellum. Siguió un jaloneo. Querían cargar con más personas y demandaron que saliera la niña para llevarla a declarar. Más tarde, le dijo Valdovinos al oficial, y algo más que nadie escuchó. Los vecinos les impidieron trasponer el paso al zaguán y presionaron a los agentes hasta que se marcharon, con Valdovinos nada más.

Esa misma noche, cuando Patricia, Lila, Carlos y otros que llegaron a la delegación de argüenderos ya había rendido su declaración, liberaron a Valdovinos aunque le retuvieron el arma. Resultó que tenía licencia pero, bueno, había un occiso. Eso complicaba los trámites. Hubo orden de soltarlo.

La popularidad de Valdovinos subió como espuma en el barrio y él siguió aceptando su caguama una que otra vez. Lo buscaron los precandidatos de dos partidos políticos pero él, huraño y lacónico, como de costumbre, ni siquiera les abrió la puerta y cuando uno lo llamó por teléfono, oyó quién era y le colgó.