Opinión
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¿Para qué queremos la cultura?
L

a creación de una Secretaría de Cultura (SC) dice mucho de los actuales Estado y estado de cosas. Pueden argumentarse con pereza comparaciones modernizadoras (¿a poco no Francia siempre tuvo una?). Por desgracia la ecuación no va por ahí. La SC salvará una pieza más del rompecabezas que se han armado los gobernantes para beneficio de los ricachones, los políticos profesionales y, sobre todo, los grandes capitales, que han alcanzado un tamaño que hubiese mareado al viejo Marx. También es una culminación de la decadencia de la educación pública a tono con las tendencias internacionales. En esto México tenía mucho que perder. Con todo y sus defectotes, los mexicanos construimos una educación pública, gratuita, laica, anticolonialista y popular como pocas naciones del hemisferio. Hubo periodos en el siglo XX cuando se cumplían ciertos aspectos de justicia e igualdad conquistados tras la Revolución: salud, derechos laborales, reforma agraria, educación. Al vaciarse filosóficamente el sistema educativo, los administradores y sus asesores concluyeron que la cultura estorbaba para sus planes de ascenso personal. Que el titular de la Secretaría de Educación Pública (SEP) declare no tener tiempo para la cultura dice más que mil fotos.

El destino de la educación pública para el nuevo siglo quedó sellado cuando el tecnócrata Ernesto Zedillo ocupó la cartera en el salinato. Desmontar era la consigna. No fue fácil, había estructuras firmes e intereses poderosos en la burocracia y el sindicalismo oficial. Tomó 20 años la modernización del cuento gubernamental (o como se estila decir hoy, la narrativa, feo anglicismo). Pero no sólo se desmontaron los cotos de poder de Elba Esther, sino zonas enteras de digna función pública en favor de las culturas populares, el texto gratuito, el indigenismo (que con Salinas comenzó a morir), el normalismo popular, la educación accesible y no condicionada al reclutamiento electoral.

Cultura como parte de la estrategia educativa fue un sello de la posrevolución. Sean su símbolo fundacional los murales de Diego Rivera en la SEP. Incluso el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, aunque tardío, respiraba esos aires de redistribución cultural que abrieron ventanas para la juventud que ayudaron a resquebrajar el autoritarismo del Estado y permitir nuevas libertades creativas y de espectadores-lectores. Un ejemplo: mientras en el Cono Sur el rock estaba suprimido (y aquí también, pero sin soldados en las calles) en los años 70 se generaron, desde el mismo Estado, festivales de blues que permitieron a la raza escuchar a los grandes músicos negros que los roqueros imitaban y saqueaban por entonces: Muddy Waters, Willie Dixon, John Lee Hooker. Sólo faltó BB King, a quien después traería una empresa privada de entretenimiento.

Quien recuerde aquellos conciertos sabrá cuan liberadores fueron para un par de generaciones capitalinas. Hoy nos han acostumbrado a que esas cosas cuestan y, como la desigualdad está peor que entonces, acceder a conciertos de artistas internacionales del género que sea ya es cuestión de poder adquisitivo y clase social. Ahora las multas de tránsito terminan en los bolsillos de los ricachones; hace rato que la cultura es un negocio jugoso que rinde para patrocinar a los creadores que pasen sus exámenes de admisión. Las fundaciones privadas tipo Televisa, Telmex o Jumex se enriquecen llenándonos de basura y con el sobrante financian colecciones de arte. De harte, como diría Cortázar.

Las multitudes de tzotziles en San Cristóbal de Las Casas congregados para recoger las pantallas digitales que mueven a México hablan con elocuencia. Las autoridades civiles convocan a las comunidades de mil en fondo; en consecuencia miles de chamulas, pedranos y zinacantecos acuden al centro de distribución en una misma madrugada. En los denigrantes apretujamientos ya han muerto dos bebés (eso no lo reportan los medios). Hasta para modernizarlos a los indios se les trata como animales. Y todo para que accedan a la barra de los patrones, al infantilismo de comedias que representan un inmejorable retrato de la cultura real. La mediocridad apabullante de Chabelo fue sólo el origen. Siempre habrá chavos del ocho, escuelitas con atractivos visuales en forma de nalgas y tetas a la Ortiz de Pinedo, cómicos en hora pico y humillantes concursos. La idea rectora es que el mexicano promedio es un menor de edad ávido de chistes.

Antes el Estado invertía en el tiempo libre de la gente, en divulgación, actividades extraescolares, arte público, museos gratuitos, Sep Setentas y Rincones de Lectura. Esto se desvanece, y la Cultura sectorializada le pasará por encima, aunque mantenga cuotas para orfebres, alfareros, músicos y poetas campesinos. En el nuevo proyecto educativo la cultura resulta ornamental. Y sus trabajadores organizados y calificados (INAH, INBA, maestros) un estorbo, casi el último que queda por aplanar.