El fuelle de las próximas revoluciones


Tejedoras de jipi. Foto: Teúl Moyrón C.

Javier Bustillos Zamorano

Hijas de un mismo vientre, las historias de los pueblos latinoamericanos casi siempre han caminado de forma paralela, por lo que parecería que una inspira a la otra o la nutre de alguna forma. Por la tormenta que ya relampaguea en México, creo necesario recontar lo que ocurrió en Bolivia a principios de este siglo y, de paso, explicar por qué allá no pasaría mayor cosa si esta nueva racha derechista llega a tocarla.

Desde fines de los años 80 ya existía una indignación generalizada por la depauperada situación económica, política y social que parecía no tener remedio. La mayor parte de la propiedad pública había sido privatizada, los grandes sindicatos desmembrados, los partidos políticos absolutamente corrompidos y los principales grupos rebeldes, algunos armados, abatidos. No había nada que articulara la protesta social y, como hoy aquí, el destino parecía inevitable.

Hasta que llegó el nuevo siglo. ¿Qué pasó en Bolivia y por qué su revolución es calificada de exitosa? ¿Por qué están seguros de que su transformación seguirá con o sin gobiernos “progresistas”, con izquierda o sin ella, con Evo Morales o sin él?

Porque la revolución del 2000 la hicieron los indios. No fueron comunistas de discurso incendiario; tampoco una élite criolla como en la Independencia o una ilustrada en la Revolución de 1952. No nació en las ciudades, donde una gran parte de su población era indiferente y propensa a la resignación, sino en el campo donde perviven la comunidad y la resistencia. En ese año se dieron tres principales batallas, en tres distintos sitios y con diferentes protagonistas que sin embargo tenían un factor común: su origen indígena.

En Cochabamba los quechuas empujaron a la población urbana a rebelarse en contra de la empresa estadounidense Bechtel que pretendía privatizar el agua. En la localidad de El Alto, cercana a la ciudad de La Paz, los aymaras bloqueaban caminos en protesta por un impuesto a sus tierras. Y en el Chapare, los sembradores de coca se enfrentaban al ejército y la policía por los programas de erradicación de la hoja que el gobierno boliviano había pactado con el estadunidense. Los indígenas de la parte oriental de Bolivia también expresaban su descontento por el latifundio de que eran víctimas.

De costumbres solidarias, los grupos rebeldes decidieron apoyarse mutuamente, lo que descolocó al gobierno que se había acostumbrado a focalizar su represión o negociar por separado con los alzados. El ejército y las policías locales no fueron suficientes para apaciguar la protesta. Las masacres perpetradas por el ejército no hicieron otra cosa que exacerbar la insurgencia.

Una a una fueron ganadas las batallas. El gobierno claudicó y dio marcha atrás a la privatización del agua, el impuesto a las tierras comunales y a la erradicación forzosa de sembradíos de coca. Derrotado el gobernante de entonces, las comunidades se dieron cuenta de que juntos podían ir aún más lejos y así lo hicieron con el siguiente presidente de la república, Gonzalo Sánchez de Lozada, quien tuvo la torpeza de avivar la rebeldía con el anuncio de vender el gas boliviano a Estados Unidos y México a través de los puertos chilenos. Lo que enojó a los bolivianos fue saber que de todas las utilidades sólo el 18 por ciento sería para el país y el 82 por ciento para las empresas transnacionales que intervendrían en el negocio.

El grito de guerra fue entonces: ¡No a la venta del gas! ¡Nacionalización de los hidrocarburos! El gobierno volvió a sacar el ejército a las calles y la represión fue aún más violenta y sanguinaria (más de 100 muertos). La respuesta de las comunidades indígenas fue que bloquearan el 60 por ciento del territorio nacional, paralizaran al país e incendiaran edificios y oficinas públicas. El presidente terminó huyendo en helicóptero y luego en avión rumbo a Estados Unidos, donde hoy radica protegido por ese gobierno.

Y ya nadie pudo pararlos: al siguiente presidente, Carlos Mesa, le dieron 90 días para llevar a cabo las demandas populares que habían crecido con la exigencia de una Asamblea Constituyente que refundara el país. Y como no cumplió, terminó renunciando, como luego lo harían el presidente del Congreso y de la Cámara de Diputados, a quienes correspondía la sucesión presidencial. Los alzados pusieron a otro como presidente de la República, Rodríguez Veltzé, sólo para que convocara a nuevas elecciones, donde por fin harían ganar al primer gobernante indígena de la historia boliviana, Evo Morales.

Recuperaron el orgullo de ser indios. Después de ser seres sin Dios y sin alma durante la Conquista, los indígenas bolivianos pasaron a ser “gente sin entendimiento” en la República que los arrinconó en las montañas y llanos, donde seguía el derecho de pernada y la explotación de los hacendados. Si dejaban sus cerros por la miseria en que vivían y se aventuraban a las ciudades era para ser sirvientes. Esta situación provocó en los indios un gran complejo de inferioridad. Qué no hicieron para borrar sus rasgos: usar químicos blanqueadores de piel, falsos rizos en su pelo, y por supuesto cambiarse los apellidos: de Mamani a Maisman, de Quispe a Guispert, de Juan a John, Johnny, James…

Hoy componen más del 70 por ciento de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo, y sus 36 naciones originarias el nuevo Estado Plurinacional de Bolivia, con el derecho de hablar su propio idioma, administrar su propia justicia y elegir a sus autoridades y parlamentarios de acuerdo a sus usos y costumbres. Por ley, uno de sus idiomas originarios debe ser hablado y escrito por todos los funcionarios públicos, desde el último hasta el Presidente y de enseñanza obligatoria en escuelas y universidades. El racismo y discriminación lo castigan con cárcel y la nueva Constitución que construyeron refundó su patria y la indianizó de una vez y para siempre.

De ser el país más pobre, hoy es líder en crecimiento económico. El 63 por ciento de su población era pobre y 37 por ciento extremadamente pobre. Hoy, la extrema pobreza se redujo a la mitad, de 37 a 18 por ciento, y la moderada en 14 puntos porcentuales. Del total de la tierra, sólo el seis por ciento pertenece a la iniciativa privada y el resto es propiedad de indígenas y campesinos que disponen de servicios de salud, agua potable y electricidad; siete de cada 10 bolivianos tienen techo propio. La UNESCO declaró a Bolivia territorio libre del analfabetismo; el salario mínimo pasó de 440 pesos a mil 656 y por tercer año consecutivo los trabajadores recibieron doble aguinaldo.

Hasta el año 2014 el país lideró el crecimiento económico latinoamericano con un porcentaje de 5. 6 por ciento según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y el propio Fondo Monetario Internacional (FMI). Para este año, la CEPAL calcula un crecimiento del 4.5 por ciento, debido al desplome de los precios internacionales de los hidrocarburos. Hidrocarburos nacionalizados, cuyas utilidades para el país ya no son del 18 por ciento, sino de 51 al 87 por ciento.

¿Fin del ciclo progresista? Puede ser, y en todo caso a los indígenas bolivianos no nos importa. Lo sólido de nuestra revolución seguirá adelante. La lección para el resto de los países latinoamericanos sería que voltearan a ver a sus comunidades indígenas, pues de ellas vendrán las próximas revoluciones, esas fiestas de los pobres de las que hablaba el príncipe egipcio en sus Lamentos de Ipuur.

Javier Bustillos Zamorano, periodista boliviano-mexicano.