Opinión
Ver día anteriorLunes 11 de enero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Pregúntele a Juanito
H

ace una semanas, mientras se le realizaba un homenaje por el doctorado honoris causa que le otorgó la Universidad de Guadalajara, pensaba que somos afortunados, pues nos ha sido regalada la suerte de convivir con un clásico, de compartir sus mundos, de convivir con Jean Meyer. Allí recordé una historia vivida y se me ocurrió, como diría Carlos Pellicer, un pensamiento.

Cuando iniciaba el segundo lustro de la década de los noventa peregriné por las veredas, las plazas y los pueblos del universo cristero mexicano. Buscaba iconografía y testimonios de los protagonistas de la Cristiada para editar una serie de libros de divulgación y para preparar la realización de un documental en serie. Las coordenadas de la cartografía del viaje las había trazado con Jean Meyer y, como casi siempre sucede, cada día de caminata me separaba de ellas. En muchos casos tocaba la puerta de cristeros que el tiempo y la pobreza se habían llevado y, en otros, la conversación me enfilaba hacia otras puertas.

En todas ellas fui recibido con orgullo y amorosa cortesía por los protagonistas de la guerra cristera o por sus hijos o sus nietos. En ciudades, en ceremonias colectivas, en pueblos campesinos, en parajes alejados, en todas las casas, las caras de azoro fueron la misma. Me miraban con pena ante mi ingenuidad y enseguida, sin excepción ninguna, la primera frase que escuchaba reza así: “Pero qué hace usted aquí, vaya a la ciudad de donde viene y pregúntele a Juanito; él sí que sabe todo de la Cristera, yo sólo fui cristero, luché por Cristo, sólo fui protagonista, pero si usted quiere saber de la Cristiada, pregúntele a Juanito Meyer, él sí le puede contestar todo lo que usted quiere saber.” Así sucedía una y otra y otra y otra vez.

Es difícil contar los trabajos que pasé para convencerlos de que lo que me llevaba hasta sus casas era una tarea compartida con él. Cuando lo lograba, empezaba un raudal de preguntas que crecía y crecía. Los papeles se giraban. ¿Y cómo está? ¿Es cierto que ya vive en México? Eran las cuestiones que reiniciaban la conversación. De la penumbra de la cocina emergía la señora de la casa y preguntaba, ¿es cierto que se casó con una mexicana y que ya tiene hijos mexicanos? A mis respuestas le seguían las historias de cuando pasó por el pueblo, de las casas en las que se hospedó, de lo mucho que le gustaban la comida, las tortillas y los quesos. Y así comenzaban a llegar a mis manos sonrisas, fotos, cartas, planos militares, banderas, corridos, otras direcciones de cristeros, lágrimas, narraciones de tiempos idos, emociones.

De esas conversaciones aprendí que nadie vive solo, que en los parajes comunitarios cada uno mantiene una conversación con los que ya han pasado. Si tenemos la sabiduría para escuchar este acervo de comunidad podemos ser invitados a ser partícipes de la conversación. Con la magia del lenguaje del contador de historias se recrea la textura de la tierra, se hace gala de la luminosidad de sus paisajes, se honra la riqueza de sus tradiciones.

Por eso subyugan cada una de las páginas de la inmensa obra de Jean Meyer. En cada una de ellas subyacen las emociones, la vida, los deslices, los sueños de los hombres de todos los tiempos. Al filo de esas páginas se hace oír, como diría Paul Valery, una voz segura en todo su registro, mucho más amplia de lo que se precisa en poesía: una voz sabia, bastante más consciente, más rica en sonoridades, más atenta a tiempos y silencios, más marcada en los cambios de tono que la voz que de ordinario se presta a las obras en verso.

En las páginas de Jean Meyer existe una inédita forma de encender las locomotoras del pensamiento. Leyendo sus historias se intensifica el sentimiento de estar vivo. No puede ser de otra manera si en los estantes de su casa uno se encuentra conviviendo a Yasunari Kawabata, vs Naipaul, William Faulkner, Graham Greene, Josep Conrad, para no hablar de Josep Brodsky, JMG Le Clézio, Octavio Paz, o la colección completa de Cahiers du Cinema desde el primero de sus números.

De esa convivencia en los estantes de su biblioteca personal nace una conversación que imagino cotidiana. Sólo así me explico las seis páginas, las que van de la 265 a la 270 de su Yo, el francés que, a manera de prólogo, colocado a la mitad de su libro, cuestionándose, nos mueve la existencia cada vez que las leemos. Allí nos enseña cómo se puede ser heterodoxo siendo absolutamente canónico. Esas páginas pasarán a la historia de la historiografía como un clásico. Ellas solas dan para un curso de teoría y método de la historia, para seminarios enteros sobre qué es ser historiador, para discusiones sobre el tiempo en la historia. En ellas Jean Meyer se cuestiona sobre los sentidos de la historia, sobre las formas de contarla y sobre el sentido de ser historiador. Cosa nada menor en un humanista que ha hecho pasar por sus manos, por su pensamiento y por su obra, por lo menos, diez siglos de historia universal. Mil y un años de tiempo para contar.

Jean Meyer me recuerda a la luz de la primavera. Así, con cada una de las páginas de sus libros nos regala ramitas, hilos de sabiduría para tejer nuestro personal nido. En la narración de sus historias enciende los fuegos del hogar. Desde su propia búsqueda y múltiples hallazgos, la vida y la obra de Jean Meyer nos regala los jirones de luz que siempre tuvo en las manos. Con ellos nos revela que aprendió a vivir con una inteligencia ancestral que comparte con su paisaje y con su gente del paisaje común. Sea en su milenaria Alsacia, su mediterráneo de Niza o Perpignan, su Gran Michoacán, su casa de Aguascalientes, en su bulliciosa ciudad de México. Con un equilibrio entre imaginación y rigor, Jean Meyer afina las miradas y nos seduce con la contundencia sutil de sus composiciones.

Hoy ya puedo repetir el aserto de los campesinos cristeros del occidente de México. Si desean saber sobre cualquier asunto de la historia universal de los hombres, pregúntenle a Juanito. Él nos ofrece, en cada una de sus páginas, una mirada que nos descubre y nos revela.