Opinión
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El largo camino a la selfie
V

isitar una zona arqueológica de las abiertas al público resulta una experiencia tan apabullante en periodo vacacional como el Metro en hora pico o algún delirio musical o deportivo de masas sudorosas y epidérmicas. Bueno, en materia de destinos turísticos hay cosas peores que Chichén Itzá (aunque hecho mall) o Palenque. Siquiera son cultura. Cosa de aguantar embotellamientos como los vistos en el borde de la Lacandona, donde se asienta Palenque. Gente en autobuses, vagonetas y carros atraviesan en tropel cientos, miles de kilómetros para llegar al sitio y tomarse una selfie. Que digo una, cientos, miles de ellas. Y a esto habremos de llamarlo civilización. En unos segundos las imágenes viajarán por el éter, llegarán a buzones seleccionados y se almacenarán en la nube para siempre. Pensar en los trabajos y la paciencia del francés Desireé Charnay para hacer lo mismo en 1858, cuando salió de la ciudad de México hacia Oaxaca con mil 800 kilos de equipaje, la mayor parte material fotográfico, pues planeaba retratar las misteriosas ciudades antiguas de Oaxaca, Chiapas y Yucatán.

Fue un viajero empedernido que anduvo por Madagascar, Australia, Java y América del Sur, pero desde sus días de maestro en Nueva Orleans, al mediar el XIX, supo que su destino estaba en las piedras antiguas de Mesoamérica. Espoleado por Incidentes de un viaje a Centroamérica, Chiapas y Yucatán (1841) de John L. Stephens, libro inmensamente popular entonces, consiguió patrocinadores en Francia y se lanzó. Su menaje, que tardaría cinco meses en llegar a Oaxaca, incluía la cámara, el trípode, variedad de reactivos, recipientes, cortinas y delicadas placas de vidrio para imprimir las fotos que debieron empacarse con sumo cuidado para sobrevivir el primer largo viaje a lomo de mula. Y los que faltaban.

“Charnay descubrió en route que los caminos eran poco seguros, y no deseando perder su precioso cargamento, decidió encomendarlo a unos muleros, que tomarían un camino largo pero seguro”, relatan Claude Baudez y Sidney Picasso en Ciudades perdidas de los mayas (Gallimard, 1987). La epopeya de Charnay, apenas 20 años después de la invención del daguerrotipo, produjo el formidable volumen Cités en ruines americaines, 1863, con registros de Mitla, Palenque, Izamal, Chichén Itzá y Uxmal.

En 1880, ya más arqueólogo que fotógrafo, realizó un segundo viaje. Le dio por hacer moldes de papel maché en las piedras esculpidas de zapotecas, mayas y teotihuacanos. Pronto descubrió cuan inflamables eran. Se internó en la selva y creyó descubrir la ciudad de Yaxchilán en el río Usumacinta, mas para su decepción topó allí con un joven inglés que se presentó como Alfred Maudslay, miembro del club St. James de Picadilly, Londres. El azote de Charnay fue tal que su Doctor Livingstone accidental le cedió el honor del descubrimiento, argumentando que él era sólo un amateur que llegó por accidente.

Maudslay sería the next big thing en cuestión de ruinas mayas y aventuras tropicales. Con recursos fotográficos y tecnológicos menos engorrosos que los de Charnay, al alborear el siglo XX documentó las ciudades abandonadas. El heroísmo de Charnay no tiene parangón. Sus placas debían revelarse in situ y ser plasmadas en vidrio. En lo más profundo de las selvas debía montar un cuarto oscuro cada vez. No que ahora los dispositivos obvian pasos. Sin revelar ni imprimir, mediante aplicaciones gratuitas y conexiones instantáneas captamos, editamos y multiplicamos las tomas en cuestión de segundos. Más que a las ruinas, nos retratamos nosotros mismos en una selva de selfie sticks.

En sus Notas sobre la historia de la fotografía en México, Carlos Monsiváis cita una declaración de Moholy-Nagy en nombre de Bauhaus: los analfabetas del futuro serán, creemos, las personas que no puedan fotografiar. Sin llegar a un extremo que lo haría tropezar, Monsiváis apunta: En tanto arte participativo la fotografía facilita la desmitificación y la agudeza de percepción y propicia que las mayorías y minorías marginadas intensifiquen su propia documentación y su propia interpretación de la realidad (Maravillas que son, sombras que fueron, Era, 2012).

La fotografía nunca logró ser un arte elitista. Aunque al inventarse el daguerrotipo en 1839 los intelectuales y artistas, recuerda Baudez, cifraron grandes esperanzas de exclusividad creativa en la nueva técnica, ésta se las arregló desde un principio para echarse a rodar por calles y caminos en manos de cualquiera. Eso no reduce el mérito de Charnay, Maudslay ni su predecesor Frederick Catherwood (el ilustrador de Stephens) al haber desenterrado las ciudades de piedra y de olvido que yacen en las selvas tropicales para mejor escenario de los snapshots familiares que inundan a red, la nube y el éter con tomas todo lo personales que se pueda: el último fruto del arte en tiempos de su reproducción técnica que tanto intrigara a Walter Benjamin, coleccionista de imágenes.