Opinión
Ver día anteriorMartes 19 de enero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La exposición ruso soviética
E

l interior del Palacio de Bellas Artes luce especialmente idóneo para contener esta exposición, cuya museografía suele seguir en lo básico en algunas secciones, así como en el formato de cédulas, específicamente en uno de los muros ponientes de la Sala Nacional, los Ejes del Suprematismo.

Se dispusieron obras no de grandes dimensiones, siguiendo un esquema que pareciera diseñado por Malevich. En años muy anteriores ya se habían visto obras en el Museo de Arte Moderno de este artista, provenientes del Museo Estatal Ruso, durante la gestión de Fernando Gamboa; posteriormente hubo una exposición individual que no tuvo la publicidad adecuada cuando todavía existían las Galerías del Auditorio. Fue una muestra que contó con obras de todas sus épocas, incluidas las figurativas de la época posterior al movimiento que él mismo decidió extinguir, o al menos modificar, cuando le fue en cierto modo sugerido desde su fuero interno.

Ya hacia 1922 las llamadas vanguardias rusas están en entredicho al ocupar Stalin el puesto de secretario general del Partido Comunista y lo estuvieron en mayor medida a partir de 1929, en que su poder fue omnímodo. Las vanguardias, aquí representadas prácticamente en la mayoría de sus aspectos, no se iniciaron con la Revolución de Octubre, sino en la época de los zares. Basta recordar los ballets de Diaghilev con todos los contactos y cruzamientos que supusieron, las participaciones de Picasso en escenografía y la presencia de Stravisnky y de Kandinsky, de quien se exhiben primorosas obras de pequeño formato pertenecientes al contexto del expresionismo alemán del grupo El Jinete Azul.

No se extingue del todo el vanguardismo a partir del ocaso político de Lunasharsky durante el gran terror de 1936-1938, periodo en el que el nombre de este gran personaje fue borrado de la historia del Partido Comunista, al tiempo que se prohibieron sus memorias. Siguieron existiendo grupos que mantuvieron el ímpetu de la investigación, la absorción de las poéticas que se estaban gestando en otros sitios y el rechazo, no obvio, sino matizado, a los preceptos del realismo socialista, que no es lo mismo que el realismo social, y eso hay que tenerlo muy en cuenta, porque suele provocar confusiones.

El piso segundo del Palacio de Bellas Artes, donde están los murales, ofrece un buen ejemplo al respecto. Si se observa con detalle el mural del ángel de Roberto Montenegro, se piensa que podría integrarse sin ningún problema a la exposición rusa desde el ángulo formal, salvo que no transmite un mensaje utópico de felicidad campesina, sino que su estructura rectilínea y su proclama un poco mística se adapta a ciertas configuraciones formales que se observan en la exposición en la que destaca sobre todo el rubro dedicado al diseño. Eso sin que los otros aspectos desmerezcan, pero tal vez un menor número de piezas exhibidas en ciertas áreas hubiera redundado en darles aire para ser mayormente calibradas en detalle. El público se detiene más en las obras volumétricas (la mayoría, reconstrucciones) que en los carteles o en las acuarelas, como los de Rodchenko o Popova.

La primera pieza volumétrica que recibe al público es la versión del Monumento a la Tercera Internacional, de Tatlin, que como se sabe no se construyó, y eso tal vez redundó en que dicha obra, que de haberse construido habría sido magnífica, sea tan reconocida, pues existen versiones a escala en varios museos del mundo.

Nuestra positiva y teñida de nostalgia recepción a esta exposición, además del atractivo que le es inherente, cuenta con varias vinculaciones directas. Tal vez la más conocida sea de Eisenstein con Viva México, película que conocemos en cierto modo armada con fragmentos, como ha mostrado en sus estudios el historiador Aurelio de los Reyes, al dar a conocer el interés del cineasta por México antes de su visita. Los dibujos eróticos que se exhiben en la sala anexa al restaurante fueron todos realizados aquí y hay dos o tres que se trabajaron en el papel membretado del hotel Imperial en Paseo de la Reforma. No se trata de esos dibujos atrevidísimos por sus connotaciones violentas, que llegan a provocar auténtico horror, los cuales conocemos en reproducción, sino que son dibujos a línea de posturas eróticas (alguna, más atrevida que otras, es lésbica) que no se diferencian demasiado de los arsenales de dibujos copulatorios de otros artistas. En cambio, fuera de la sala Diego Rivera se muestran en fragmento fílmico algunas escenas de El acorazado Potemkin.

Otro ilustre visitante a nuestro país fue Maiakovsky, quien al igual que poeta de enorme alcance fue dibujante y diseñador de alto vuelo (de lo que ahora podemos percatarnos en vivo), que tuvo una vinculación intensa con el futurismo.

De la cita, tomada de un ensayo que le dedicó John Berger, recogí lo siguiente: Un público mucho mas vasto (que el de las artes plásticas) clamaba por la palabra escrita como derecho revolucionario; o sea, creyó firmemente que la forma revolucionaria era un aspecto de la acción política. Pudo no percatarse de ciertas realidades que sí percibieron en la URSS Malevich y Shostakovich, por ejemplo, además de los surrealistas ortodoxos.

A sus 36 años, la visión pública de Maiakovsky no produjo el efecto deseado. Se pegó un tiro en el corazón. Estuvo aquí en 1925 y el poeta José Frías le publicó el poema Nuestra marcha, ilustrado con una viñeta de Diego Rivera.