Opinión
Ver día anteriorSábado 30 de enero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La banalidad de la política: España, partidos al borde de un ataque de nervios
P

or el momento hemos podido saber, más allá de las rondas de conversaciones entre el rey Felipe VI y los líderes de los partidos con representación parlamentaria para designar candidato a presidente de gobierno, que unos no pueden y los que quieren no tienen apoyos para ser envestidos. Lo dicho ha desatado especulaciones y abierto una situación inédita: formar gobierno supondrá acuerdos a muchas bandas. Las opciones van de un gobierno en minoría y con apoyos a un gobierno de coalición con pactos puntuales. Se atisba una legislatura breve de transición para recomponer fuerzas y preparar el escenario para una nueva fiesta de la democracia.

Mientras tanto, el espacio público de lo político se deteriora y banaliza. Campo de fuerzas de las alternativas y opciones, la política se ha transformado en un ir y venir de actores mediocres, donde lo relevante es mostrarse sagaz, lograr la atención de las cámaras y medios de comunicación social. En otros términos, mantener la iniciativa aunque sea mediante fórmulas espurias de propuestas cuyo objetivo es provocar mucho ruido. Una puesta en escena para una sociedad despolitizada, desideologizada y, sobre todo, gregaria, como la española. Los ejemplos son varios.

Los debates se centran en quién y cómo se distribuyen los asientos del Congreso para tener primeros planos, poniendo en cuestión la labor del Legislativo. Tan banal como discutir si ir en el asiento delantero de un coche o en la trasera es un menosprecio del conductor. Asimismo, se estudian poses y actuaciones sobrevenidas en comparecencias públicas. Se opta por descalificar la vestimenta, el corte, pelos o los peinados. Aunque pasan desapercibidas las meteduras de patas de los nuevos diputados. Portavoces que renuncian a privilegios inexistentes, otros que no saben cuántos miembros componen la cámara y algunos que desconocen la existencia de comisiones de trabajo.

La política muta en voyerismo social. Utilización del espacio público para reivindicarse asimismo, apelando a sentimientos y emociones propias de la esfera privada. Cómo vive, sus gustos culinarios, restaurantes, preferencias literarias, aficiones, manías y otros pormenores que no agregan ni definen la actividad política. No discutimos que las emociones están presentes en el quehacer político, pero su rol es secundario. El amor, odio, pasión, alegría y condición sexual responden al ámbito privado. Allí juegan un rol protagónico. Al trastocar los principios de uno y otro espacios, nos encontramos con gentes mediocres que no hacen política y sólo les mueve el interés y la vanidad personal. Lo público resulta un juego, una pose, una mentira que se proyecta como marca y reafirma en las emociones.

El infantilismo puesto en escena se expande, y cada quien busca salir a escena con ideas, declaraciones y propuestas. A esta cita no faltan los ex presidentes de gobierno Felipe González y José María Aznar. Su presencia da un toque extemporáneo al debate, acuñan discursos apocalípticos, llaman a la unidad de los españoles, se confiesan demócratas de toda la vida y se convierten en adalides de la Constitución y piden serenidad para frenar el avance del populismo chavista-leninista, representado en Podemos (sic). En esta línea, el portavoz del Partido Popular, Rafael Hernando Fraile, señala que los enemigos de la democracia han entrado en las instituciones y el Congreso, quieren dar un golpe de Estado chavista e implantar una dictadura para acabar con la prensa libre y la propiedad privada. En la histeria colectiva, Felipe González propone la fórmula antes criticada a Podemos de nombrar presidente de gobierno a un personaje no electo, capaz de poner orden, en este caso, Javier Solana, ex secretario general de la OTAN. Los desatinos van y vienen. Unos y otros se culpan de no responder a sus WhatsApp. Como novios enfadados, se recriminan la ruptura y no buscan citas para la reconciliación en el lecho de amor.

Todos, sin excepción, buscan salir bien en la foto. Mientras esta orgía de poder desata pasiones, Podemos se declara el único garante para un gobierno de progreso, proponiendo nombres y ministerios a troche y moche. La política se convierte en un esperpento. Si se me permite el símil, estamos en presencia de un partido de futbol. Las estrellas quieren brillar, ser protagonistas, sentirse queridas por la afición. En el campo despliegan filigranas y regates, codazos, escupitajos, insultos y juego sucio. Se tiran en el área para engañar al árbitro y conseguir que se pite un penalti inexistente. Otro aparenta una falta grave y espera que el supuesto infractor sea expulsado del terreno de futbol y jugar con ventaja. Si van ganando hacen tiempo, si van perdiendo azuzan a la afición.

Conocemos maniobras, diálogos, dimes y diretes, pero en definitiva, hoy por hoy, no hay candidato viable. En ese sarao siguen destapándose casos de corrupción, lo cual emponzoña aún más el escenario. El Partido Popular está entre las cuerdas y no consigue que nadie lo apoye o se abstenga para conseguir gobernar. No tiene opciones. Es un partido apestado y quien le tienda una mano será cómplice de su corrupción.

Pero lo importante, aunque las cosas están medianamente claras, indican que habrá pacto de legislatura. Convocar elecciones no es opción a corto plazo. Las encuestas realizadas muestran pocos cambios. Diputados más o menos, el escenario no se vería trastocado. En la coyuntura podemos afirmar que la banalidad de la política en España hace irrelevante quién sea presidente de gobierno, más allá del protagonismo mediático. Ni gobierno de cambio ni de progreso, ni izquierda renovada. Banalidad pura y simple. Los poderes reales en España gozan de salud excelente.