Opinión
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¿Por qué cuestan tanto las elecciones?
¿P

or qué son tan onerosas las elecciones en México? ¿Por qué los partidos reciben, proporcionalmente, grandes cantidades de dinero público a costa de las necesidades más urgentes de la población mayoritaria? ¿Para fortalecer la democracia? No, al contrario, para afianzar la separación y alejamiento de los partidos políticos de la sociedad en general.

Durante décadas los partidos políticos, salvo el PRI en su tres principales momentos, se valieron de sus propios recursos para sobrevivir: los militantes aportaban de su bolsillo el financiamiento de sus partidos, elaboraban con sus propios recursos sus periódicos y revistas, ellos mismos se encargaban de distribuirlos (por venta o gratuitamente), conseguían donaciones de grupos simpatizantes o rifaban automóviles. En esos mismos tiempos buscaban relaciones de identidad y compromiso con organizaciones sociales (sindicatos y otros tipos de asociaciones), fuera promoviéndolas o compitiendo con las que corporativamente controlaba el PRI. Es decir, los partidos buscaban un cierto grado de relación con las masas sociales con la clara intención de ganar sus votos. La diferenciación partidaria, a veces con evidentes pronunciamientos de clase, era la forma en que competían por cargos en el gobierno (federal, estatal o municipal) y en los órganos parlamentarios.

El gran problema de las elites gubernamentales (todas priístas en ese tiempo) fue que en realidad no querían competencia ni alternancia en sus esferas de gobierno y representación. En las elecciones hacían todo tipo de trampas para evitar que la oposición tuviera éxitos (uno de los casos más conocidos fue el de Baja California donde ganaba el PAN, pero no se le reconocían sus victorias. Fue tal la sorpresa cuando Salinas de Gortari le reconoció el triunfo en 1989, que se convirtió en noticia mundial: fue la primera gubernatura ganada por la oposición. La verdad fue otra: Salinas necesitaba al PAN para sus reformas constitucionales y para reprivatizar la banca; y lo logró aceptando perder un estado y luego otro más: Guanajuato).

Cuando los priístas se percataron de que el sistema político en el que habían crecido perdía simpatías y credibilidad (creciente abstención, luchas contra el autoritarismo –guerrillas incluidas–, divisiones en las organizaciones de trabajadores), pergeñaron una reforma que llamaron política para fomentar el surgimiento y desarrollo de partidos de oposición (con y sin comillas) e inventaron el financiamiento público para éstos. Sí hubo nuevos partidos y el viejo PAN se vio también beneficiado, pero la trampa en que cayeron, con gustosa aceptación, fue que especialmente los partidos de izquierda perdieron la autonomía que los caracterizaba y la militancia entregada que tenían cuando se bastaban a sí mismos con sus propios recursos. Aparentemente creció el número de militantes, pero en realidad éstos pasaron a ser más bien afiliados que dejaron de dar dinero propio a sus partidos, que abandonaron la venta y distribución de sus periódicos y revistas, que se alejaron de su compromiso con las organizaciones y que terminaron delegando su fuerza militante en sus dirigentes. Estos, por su lado, incluso en el PAN y no sólo en las organizaciones de izquierda, se fueron separando cada vez más de sus bases militantes (cada vez menos militantes estrictamente hablando) e iniciaron arreglos con las elites burocráticas de la administración pública y del Congreso de la Unión hegemonizado por el PRI. Parafraseando a Mair (que cité el 26/11/15 en este espacio), los partidos, incluso los de oposición de izquierda, se distanciaron de la sociedad civil y de sus instituciones sociales, para verse atrapados cada vez más en el ámbito del gobierno y del Estado.

Este cambio, aparentemente insustancial en el sistema de partidos en México, es de gran significado, y más al coincidir con la crisis económica de los años 70 y 80 que facilitó la individualización de la sociedad y una mayor docilidad de los trabajadores organizados a las directrices de sus dirigentes, que no han sido otras que las directrices del gobierno. Al igual que en otros muchos países los partidos fueron abandonando poco a poco sus identidades propias (incluso clasistas) y a competir por cargos públicos y no más por proyectos ideológico-políticos. De esta manera no sólo se fracturaron las redes de identidad con sectores (organizados o no) de la sociedad sino que, para competir mejor electoralmente, se corrieron al centro ideológico hasta convertirse en partidos catch all (atrapalotodo) ansiosos por compartir, solos o en alianza, segmentos destacados de poder en la esfera del Estado.

Se vendió la idea de la transición a la democracia y de ésta como un fin, y los partidos la compraron sin percatarse cabalmente de la trampa en que estaban cayendo: una democracia exclusivamente electoral-partidaria y una lógica elitista (de dirigentes) del sistema de partidos. Al mismo tiempo, la sociedad crecientemente fragmentada perdía apoyo real (y ya no digamos democrático) en los partidos que antes, mal que bien, la representaban y atendían en algunas de sus demandas. Este fenómeno, que se manifestó en Europa y en no pocos países de América Latina, se dio también en México y, como allá, aquí condujo a la pérdida de credibilidad tanto en los partidos como en los gobiernos que, a su vez, dejaron de ser gobiernos más o menos representativos para convertirse directamente en gobiernos de elites y camarillas sin relación alguna y directa con las grandes masas sociales (partidocracia según Hartlyn y Valenzuela). No es casual que los partidos convencionales y mayoritarios (como señalé aquí la semana pasada) estén perdiendo base y den pie a nuevos partidos que intentan una mayor definición ideológica que los tradicionales (como ocurrió en Uruguay, Venezuela, Bolivia y Ecuador, por sólo mencionar algunos ejemplos).

En resumen, aunque todavía hay más que decir, las elecciones y los partidos en México cuestan tanto porque así conviene a quienes dirigen el país en su clara intención de marginar la participación organizada de la sociedad en la política. Que ésta se exprese en las calles, sí, pero no mediante partidos definidos ideológicamente que puedan realmente disputar el poder, pues la idea fue y sigue siendo que los partidos sean dependientes del Estado y no órganos políticos de la sociedad para atender, articular y defender sus demandas.

rodriguezaraujo.unam.mx