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Visita papal

Se ha omitido siempre mencionar abusos sexuales de sacerdotes

Pragmatismo, signo de las visitas pontificias a México

Fox, el Presidente que en un acto de bienvenida destrozó el Estado laico

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Preparativos en el Zócalo para la llegada del PapaFoto María Luisa Severiano
 
Periódico La Jornada
Lunes 8 de febrero de 2016, p. 4

La inminente llegada de Francisco representa la séptima vez que un pontífice visita el país y será el tercer Papa que lo haga desde 1979. Desde entonces, esos periplos han ido más allá de lo pastoral y subrayado el pragmatismo de una Iglesia católica que ha logrado, en este periodo, transformar su condición legal en México. Entre canonizaciones y beatificaciones se han omitido siempre alusiones a los escándalos de abusos sexuales en el seno de la Iglesia mexicana.

Desde que se inauguró la era de los papas viajeros, con Juan Pablo II, México ha sido destino casi obligado. A la par, prácticamente todos los presidentes en turno –con excepción de Miguel de la Madrid– han recibido alguna vez a los pontífices, haya sido sólo con el carácter de visitante distinguido –por la proscripción constitucional vigente en su momento– o como jefes del Estado Vaticano, con la parafernalia diplomática que ello conlleva.

Del escueto ‘‘lo dejo en manos de su jerarquía y los fieles de su Iglesia’’, de José López Portillo, al beso al anillo papal, de Vicente Fox se han transformado los términos de los encuentros. Paradojas de las visitas papales: entonces sin reconocimiento oficial de la Iglesia, herencia del jacobinismo revolucionario y los históricos desencuentros entre la Iglesia y el Estado, México tendría el privilegio de inaugurar la era de las misiones papales en el extranjero.

Juan Pablo II

Tres meses después de haber sido ungido como Juan Pablo II (octubre de 1978), Karol Wojtyla iniciaba su largo andar por el mundo, que caracterizaría su papado.

Un privilegio que no devenía sólo del arraigo del catolicismo en México o por la importancia que le conferiría a la Virgen de Guadalupe, al paso del tiempo. Era algo más pragmático y prioritario en la agenda de Juan Pablo II.

En enero de 1979 se celebraba en Puebla la tercera Conferencia General de Obispos Latinoamericanos, a instancias del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam). Con la mira puesta en ese encuentro, el Vaticano pretendía frenar el crecimiento, en el seno de la Iglesia, de quienes profesaban la Teología de la Liberación.

La fría recepción que le diera en el aeropuerto López Portillo, más atento a las formas laicas derivadas del distanciamiento Iglesia-Estado –vigente aún– que en prodigar una bienvenida más calida, no importó frente a los objetivos del viaje pastoral.

‘‘El Papa espera de vosotros, además, una leal aceptación de la Iglesia. No serían fieles en este sentido quienes quedasen apegados a aspectos accidentales de la Iglesia, válidos en el pasado, pero ya superados. Ni serían tampoco fieles quienes, en nombre de un profetismo poco esclarecido, se lanzaran a la aventurera y utópica construcción de una Iglesia así llamada del futuro, desencarnada del presente’’, proclamó Wojtyla en la apertura del encuentro.

En su estudio, titulado Juan Pablo II y México: ¿una relación especial en el contexto mundial?, Nora Pérez-Rayón, investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana, sostiene: ‘‘Los principales objetivos del pontífice eran muy claros: frenar el avance de la Teología de la Liberación en América Latina, rechazar cualquier forma de compatibilidad entre el marxismo y el cristianismo, así como afirmar de manera contundente que los sacerdotes y religiosos católicos no eran líderes políticos. La liberación debe buscarse en una nueva evangelización, sin acudir a ideologías ajenas a las fuentes doctrinales cristianas’’.

México fue el primer esbozo del protagonismo que asumiría el pontífice en el contexto mundial, especialmente en los 80, cuando se precipitó la caída del Muro de Berlín y el fin de los países socialistas. América Latina, como el continente con mayor fervor católico, fue escenario de recurrentes viajes que lo mismo lo llevaron al Chile de Pinochet que a la Nicaragua sandinista.

Juan Pablo II volvería a México en 1990, ya bajo el salinismo. Urgido de reconocimiento, Carlos Salinas buscaba fuentes de legitimación y en ese empeño inició acercamientos con la jerarquía católica. La segunda visita papal –en mayo de 1990– compaginó los dos objetivos: impulsar la reforma constitucional que le confiriera reconocimiento legal a la Iglesia en nuestro país e inaugurar la era del crecimiento exponencial de santos y beatos mexicanos.

‘‘La política vaticana –asegura López Rayón– tenía la mira puesta en modificar el marco jurídico restrictivo y anticlerical que limitaba, desde su perspectiva, la capacidad de acción del clero y su jerarquía en México. Para cumplir con sus fines, consideraba indispensable el establecimiento de relaciones diplomáticas rotas desde hacía siglo y medio.’’

En paralelo –agrega la investigadora– ‘‘Juan Pablo II y su prefecto para la Congregación de la Fe, Joseph Ratzinger (siguiente papa Benedicto XVI), habían logrado marginar y castigar a representantes y simpatizantes de la Teología de la Liberación. Para ello se apoyaron en movimientos conservadores como el Opus Dei y la congregación de origen mexicano Legión de Cristo, fundada por Marcial Maciel’’.

Para entonces ya se había hecho beatos a Miguel Agustín Pro y a Fray Junípero Serra. En su visita, Juan Pablo II beatificó a Juan Diego, los niños Mártires de Tlaxcala y al padre José María Yermo y Parres, de quienes dijo: ‘‘Están inscritos de manera imborrable en la gran epopeya de la evangelización en México’’.

La tercera visita del Papa se iniciaría bajo el nuevo signo de la reforma constitucional que otorgó el reconocimiento legal a la Iglesia católica: en Yucatán, Salinas recibiría con honores al jefe del Estado Vaticano. Estaba implícita la celebración de los nuevos tiempos, aunque la presencia del jerarca católico fue de tan sólo dos días. Un encuentro con indígenas para celebrar tardíamente (1993) los 500 años de que ‘‘la cruz de Cristo fue plantada aquel 12 de octubre de 1492’’, según dijo en el Santuario de la Señora de Izamal.

En 1997 estallaría el escándalo en México: Marcial Maciel, hombre cercano a Juan Pablo II, gestor de importantes apoyos económicos al Vaticano y líder de la influyente Legión de Cristo, era denunciado por pederastia y abusos sexuales. Dos años después, Juan Pablo II vendría por cuarta ocasión. Pese a que las denuncias sobre estos abusos eran ya extendidas en muchos países, el pontífice guardó silencio.

Su último viaje a México (2002) fue consagrado en canonizar a Juan Diego, figura central en la creencia católica de la aparición de la Virgen de Guadalupe. Visiblemente agobiado por sus padecimientos físicos –que lo llevarían a la muerte en 2005– el Papa canonizó a Juan Diego, en difíciles condiciones personales. La ceremonia se realizó en la Basílica de Guadalupe, cuyo abad durante décadas, Guillermo Schulemburg, había puesto en entredicho la existencia del nuevo santo.

Eran ya los nuevos tiempos en la relación, con la peculiaridad de que en México gobernaba el partido más afín al catolicismo, el PAN. Desbordado por su fe católica, Vicente Fox dejaría a un lado su investidura presidencial, haría añicos la laicidad del Estado mexicano y se arrodillaría para besar el anillo papal durante la bienvenida, desatando el escándalo político.

Benedicto XVI

En marzo de 2012, Benedicto XVI –ya envuelto en la crisis por los abusos sexuales de la Iglesia y la corrupción en las finanzas vaticanas– llegaba a la ciudad de Guanajuato. Era una visita pastoral, pero su discurso no omitió aludir a la dura realidad que enfrentaba el país, con una cauda de miles de muertos en la ‘‘guerra’’ calderonista contra el narcotráfico. Incapaz de convocar a las multitudes que atraía su antecesor, Joseph Ratzinger convocaba: ‘‘Debemos hacer todo lo posible para combatir este destructivo mal’’.

Cuando llegó a México, habían pasado ya cinco años en que se había –por fin– defenestrado a Maciel, ordenándole abstenerse de ejercer el sacerdocio, al tiempo que se habían detonado centenares de denuncias contra los abusos sexuales en la Iglesia. En tan sólo dos años, Benedicto XVI había cesado a 400 sacerdotes en su intento por frenar los escándalos que golpeaban a la Iglesia católica.

Capaz de convocar a los precandidatos presidenciales en una misa, durante su visita Ratzinger rechazó reunirse con las víctimas de abuso sexual por parte de miembros de la Iglesia católica en México. Sus plegarias en favor del cese de la violencia en el país anfitrión contrastaron con su silencio frente a los abusos sexuales de sacerdotes.