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Melón, el sonero mayor de México
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Iván Restrepo, Graciela de la Torre y Merry MacMasters, pareja de Melón, durante el homenaje que le rindió al artista el editor, historiador y musicológo José Luis Chong, autor de esta imagen
L

o escuché en discos por primera vez en 1958, luego en varias presentaciones en los principales teatros, cabarets, salones de baile y centros de diversión de la ciudad. Formaba parte del conjunto Lobo y Melón, que a finales de los años 50 del siglo pasado llenó de música el país con grabaciones inolvidables, como Amalia Batista, Niebla del riachuelo, La bola y La sitiera. Pero años antes, Melón se había dado el gusto de echar un palomazo con Benny Moré y formar parte del coro de la RCA Víctor en tiempos del inigualable Mariano Rivera Conde.

Disuelto el conjunto que hizo época, Melón se vio obligado a residir durante varios años en Estados Unidos por obra y gracia del cacique sindical Venus Rey, quien le cerró toda posibilidad de trabajar en México. En su exilio forzoso, pero enriquecedor, se dio el lujo de ser parte de conjuntos musicales de prestigio, alternar con Tito Puente y grabar, entre otros, un LP con Johnny Pacheco y su orquesta en 1983. Su fama llegaba ya a los países del Caribe, a Venezuela y Colombia, donde se le tiene además como uno de los máximos conocedores de la música afrocubana, de sus raíces y formas de expresión.

No pocos que suelen presumir de expertos de esa expresión artística fueron desenmascarados por Melón, lo que le causó enemistades. Es que era un muro al defender la verdad. Sí, era intolerante con los que decían saber y no sabían. Pero desbordaba generosidad al compartir sus conocimientos, su experiencia. Fue gracias a él que otra gloria olvidada de la música mexicana, Julio del Razo, último bongosero de la orquesta de Pérez Prado, recibió a los 90 años reconocimiento a su carrera.

Hoy revelo un deseo y un privilegio que Melón anheló muchos años: grabar con Celia Cruz. En 1992 se lo hice saber a ella y aceptó hacerlo en una de sus visitas a México. Para mi sorpresa, la guarachera me dijo que le encantaría que fueran dos melodías que consideraba únicas en las voces de Lobo y Melón: Niebla del riachuelo y La sitiera. Nunca quise darle la noticia a mi amigo para no crearle falsas expectativas, dada la agenda tan apretada de Celia. La enfermedad de la más grande cantante cubana impidió hacer realidad ese sueño.

Melón tenía una memoria incomparable. Gracias a ella y a que escribía con sabrosura y sencillez, a los lectores de La Jornada y, antes de otros diarios, así como a los de su texto para el reciente libro Vivir la noche, nos ofreció y acercó a una visión muy exacta de la música tropical que distinguió a México en el mundo a partir de los años 50 del siglo pasado: compositores, orquestas, cantantes y ejecutantes nacionales y del Caribe o Estados Unidos; esto es, de Benny Moré y Pérez Prado a Luis Arcaraz, Fernando Fernández, María Luisa Landín, Toña La Negra, Memo Salamanca, Rafael de Paz, María Victoria, Yeyo, Chucho Rodríguez, Acerina….

Por último, el mundo de la cultura oficial fue pichicato, injusto, con el gran cantante y cronista de la cultura popular: le negó alguno de los apoyos que el gobierno, con nuestros impuestos, entrega desde hace décadas a los creadores, no pocos adjudicados por amiguismo, no por méritos. Ojalá esa omisión se enmiende, aunque tarde, editando un compendio de sus escritos.

En contraste con ese olvido, agradezco públicamente la generosa y sabía ayuda que desde hace años le brindaron a Melón el doctor Jorge Kasep Baena y el benemérito Instituto Nacional de Nutrición Salvador Zubirán.