Opinión
Ver día anteriorJueves 11 de febrero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La fuerza del insulto
¿E

n qué consiste el éxito de Donald Trump? Él mismo dio la oportunidad de reflexionar sobre los porqués de su inesperado avance en la competencia por la candidatura del Partido Republicano, cuando se ausentó de un debate público entre precandidatos que tuvo lugar en Iowa. Lo hizo para protestar contra la participación de una periodista –Megyn Kelly– en el panel de moderadores, a la que pretendió vetar. La ausencia de Trump fue un alivio para sus contrincantes que, aparentemente, se vieron libres de la presión que ejerce el billonario. Ted Cruz y Marco Rubio mostraron una desenvoltura que hasta entonces les había faltado, y Jeb Bush no pudo controlar una expresión de alivio y también se portó frente a las cámaras con naturalidad y una seguridad en sí mismo que le hizo mucha falta en los debates anteriores, cuando estaba frente a la amenaza de algún desplante de insolencia de Donald Trump. A pesar de todo, este debate fue considerado como un encuentro desangelado y aburrido con el que el público quedó descontento, probablemente porque no hubo golpes bajos ni insultos personales.

Este episodio pone sobre la mesa el giro que ha tomado el discurso político, y no nada más en la campaña presidencial en Estados Unidos. Ya no se espera que los candidatos en campaña ofrezcan programas de gobierno alternativos, presenten posiciones ideológicas diversas, intercambien opiniones. Lo que el público desea ver en un debate político es más bien un espectáculo de circo o un round de lucha libre en el que los participantes muestren su habilidad para lanzar patadas, provocar tropezones, romper narices o simplemente ridiculizar al adversario. En lugar de electores hay un público que busca sensaciones antes que ideas. Quienes recurren a estas formas –o deformas– de competencia tienden a imponerse porque inhiben a sus competidores, sobre todo cuando éstos no están dispuestos a responder en los mismos términos.

El efecto inhibitorio del insulto y de la grosería ha ganado en el discurso político una legitimidad que hubiera sido impensable en el pasado. Lejos están los tiempos en que antes de llamar mentiroso a un adversario político, se recurría a complicadas perífrasis o a un eufemismo como es económico con la verdad, y cercano, muy cercano está el fin de la corrección política que también ha sido excesiva. Esas estratagemas buscaban que las palabras amortiguaran la inevitable carga de violencia que contiene la lucha por el poder, en lugar de utilizar el lenguaje para exacerbar los antagonismos. Se trataba de introducir reglas de civilidad en una competencia que podía tornarse sangrienta, a riesgo también de que el debate se suspendiera para evitar la confrontación. Quien en lugar de argumentar, insulta, también busca silenciar y muchas veces lo logra porque ¿quién está dispuesto a exponerse a una andanada de majaderías que emite un adversario que ha perdido el control? Al menos en apariencia, porque existe siempre la posibilidad de que una reacción de esa naturaleza sea producto de un cálculo frío y bien pensado, y que semejante comportamiento busque exactamente lo que logra: callar al otro a punta de insultos.

El giro que ha tomado el discurso político, en el que la fuerza del insulto se ha impuesto a la fuerza de las ideas, en el cual Trump ha demostrado ser un maestro, es parte de una transformación más amplia. Los votantes disfrutan un buen pleito, que no es lo mismo que un debate, pero cuando el o la candidata se presentan solos lo que se espera de ellos son confesiones, una cierta intimidad: historias personales, mejor si son desgarradoras, por ejemplo, la superación de una enfermedad que se creía terminal, la pérdida de un hijo, la crueldad de una madre. Paradójicamente, no son pocos los políticos que aspiran al poder por la vía del enternecimiento de los potenciales votantes. ¿Cuánta simpatía cosechó Hillary del calvario al que la sometieron las infidelidades de su marido? A la mejor alguna historia por el estilo, que seguro la hay, le hace falta ahora para que su campaña levante el entusiasmo que, en cambio, ha despertado Berni Sanders.

El ascenso de Trump es una sorpresa, pero sólo hasta cierto punto. No es el primer populista de la historia, tampoco es la primera celebridad que irrumpe en la vida política sin más bagaje que una amplia colección de fotografías en revistas del corazón o un currículum vitae que no es más que la lista de sus ex parejas. Visto así, Trump es el producto de una época, de una generación, de una reacción contra un pasado de ideas, de proyectos políticos bien armados, estructurados, muchos de los cuales condujeron a no pocas catástrofes en el siglo XX, y nos vacunaron contra ese tipo de seducciones. Pero lo que tenemos ahora, no es mucho mejor. Habría más bien que buscar nuevas ideas, y tal vez estar dispuesto a morir por ellas, pero una muerte lenta, como cantaba Georges Brassens.