Opinión
Ver día anteriorDomingo 14 de febrero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
A la mitad del foro

Habemus Papa

Foto
Obispos y curas mexicanos acudieron ayer a un encuentro en la Catedral Metropolitana con el papa Francisco, quien les pidió coraje para enfrentar la insidiosa amenaza del narcotráfico y ayudar a la gente a escapar de la violencia y la corrupción, sin esconderse en los privilegios que les da el sacerdocioFoto Ap
E

n vuelo de Roma a México, el avión de Alitalia hizo escala en La Habana. Mil años de silencio rotos en unas horas. Las brazas ardientes de la revolución cubana son camino de cenizas para reunir al Papa de la Iglesia católica, apostólica y romana con el patriarca de Moscú, jefe de la Iglesia ortodoxa de todas las Rusias. Y la sonrisa de Raúl Castro es la de un anciano satisfecho, cuyo tiempo alcanzó también para sumar al papa Francisco al esfuerzo conciliador de aproximar a Cuba y a Estados Unidos.

El tiempo es un instrumento del hombre para evitar que sean simultáneos todos sus actos. O para medir su paso al gusto del mito o método de los actores centrales en la constante lucha por el poder. Sin excluir la lucha de clases, la que dieron por muerta los enterradores de las ideologías al derrumbarse el muro de Berlín y rendirse el imperio del mal a las armas del capitalismo financiero libre de regulación; de la riqueza en las alturas que derrame sus gotas sobre los de abajo, al neoconservadurismo Reagan-Thatcher, dogma de los que han puesto a los gobiernos al servicio de la economía. De la fantasía al otro lado del espejo: es imperativo creer que la austeridad es expansionista.

Cuando Francisco llegó a México el tiempo retrocedió hasta el instante en que descendió del avión Juan Pablo II. Karol Wojtyla, el guerrero polaco, cruzado en el combate final de la guerra fría, se hincó sobre la alfombra roja, besó suelo mexicano y se diluyó la separación Iglesia-Estado, raíz y razón de un largo trayecto histórico, de la supervivencia de una nación mestiza, de tres sangres; de pobres que sobre piso de plata viven al día como la sota moza de la lotería. A velocidad fantástica las imágenes de los jefes de Estado y de gobierno mexicanos que recibieron al vicario de Cristo. De la inesperada sobriedad de José López Portillo al recibir a Juan Pablo II en el hangar presidencial bajo los reflectores mediáticos: Lo dejo con su grey. Y verlo después en las sombras, para recibir las bendiciones familiares en Los Pinos.

Todavía no había relaciones diplomáticas con el Estado Vaticano. Para los mexicanos, San Juan de Letrán era la prolongación de Niño Perdido, la avenida capitalina que más al norte se llamaría Aquiles Serdán. Nada le decía al imaginario colectivo el Tratado con el régimen italiano que reconocería la existencia y límites geográficos del Estado Vaticano. Roma ya era milenaria, la ciudad-Estado que se convertiría en imperio universal. El cesarismo aquel no era sexenal. Y el poder terrenal de la Iglesia se extendió más allá de los linderos del imperio bajo el cual se hizo religión de Estado. Hoy, cuando dicen Roma, ciudad eterna, hablan de la que tiene por obispo al Papa. No había relaciones y calificaron de jacobinos trasnochados a quienes escandalizaron por la ceremonia religiosa en la residencia presidencial del Estado laico.

Karol Wojtyla tomó la plaza por asalto. Miguel de la Madrid, religioso, educado en escuelas católicas, fue cauto en los pasos dados en la ruta del ya incontenible desenlace. Pero Carlos Salinas de Gortari aceleró el proceso. Seguro de que haberse educado en escuelas laicas y del gobierno, junto con la ideología de izquierdas de sus progenitores, le permitiría establecer relaciones con el Vaticano y, más todavía, reformar la Constitución para reducir a nada la separación Iglesia-Estado, sin que los leales del laicismo lo condenaran. De milagro, más bien, gracias al pensamiento laico de funcionarios como José Luis Lamadrid, legislador excepcional, el gobierno mexicano preservó la facultad de control, de exigir el registro de las iglesias en la Secretaría de Gobernación.

Pero la fuerte presencia de Karol Wojtyla rompió los diques y arrasó con las poses de laicos vergonzantes que adoptaban los herederos de quienes a su vez se autonombraron herederos de la Revolución. Curiosamente, los mismos que recibieron el mote despectivo: nostálgicos del nacionalismo revolucionario, impuesto por los del economicismo al servicio de Carlos Salinas y el aperturismo que aseguraban nos llevaría directamente a la modernidad primer mundista. Los milagros son materia y método de la fe religiosa del papado y la curia, sabedores de que el nuestro era y es el país con más habitantes que son o se declaran católicos, apostólicos y romanos.

De la sucesión en cámara rápida de los encuentros de los presidentes de México y los tres papas que han visitado en siete ocasiones al país guadalupano y liberal, cristero y radical, de contrastes formidables y una impensable mezcla de intolerancia y respeto a la fe de los creyentes. En los estertores de la guerra fría, con las exequias declaradas de las ideologías y a merced de las crisis económicas recurrentes que ahondaban la insultante injusticia de la desigualdad, de la concentración de la riqueza en unas cuantas manos, con la progresión geométrica del número de pobres, de su solemnidad en la miseria, anticipo de hambruna que los expertos llaman pobreza extrema, se demolieron las instituciones del poder constituido. Y la derecha de Pedro el Ermitaño se hizo del poder político para ponerlo al servicio de los dueños del dinero.

Terca que es la realidad. Paso a paso redujo a mero símbolo la separación Iglesia-Estado. Carlos Salinas recibió a Juan Pablo II con toda la pompa y circunstancia, con relaciones diplomáticas y reformas a la Constitución del radicalismo liberal de 1857 y el ímpetu revolucionario de 1917. Ernesto Zedillo mantuvo la sana distancia del prólogo al cambio de régimen que se quedó en transición del poder. No asistió al acto religioso de la Basílica, pero sí lo hicieron su esposa y una hija que recibiría de manos papales su primera comunión. Pero vendría el vuelco finisecular y Vicente Fox empuñó el crucifijo tras prometer que haría una revolución como la Cristera.

No empuñó el rifle ni lució el escapulario con la leyenda ¡Detente bala, el Sagrado Corazón de Jesús esta conmigo!, pero como jefe del Estado mexicano se arrodilló a los pies del jefe del Estado Vaticano al recibirlo. Nada que reprochar a Juan Pablo II. Para el que despachaba en Los Pinos no existía el Estado laico; la Constitución mexicana era obra del demonio, fuente de la rectoría económica, de los derechos sociales y la libertad de creencias contrarias a su visión del mundo. La dignidad de su fe al ponerse de hinojos ante el pontífice romano es indigno gesto de sumisión al hacerlo el jefe de Estado.

Llegó el avión. Y los mexicanos dieron generoso, cariñoso recibimiento al papa Francisco. Los prolegómenos son largos, más que las horas de pláticas y debates ante las cámaras de la televisión; más que los millones de signos sembrados en las redes sociales; y la expectativa casi general de que el Papa, que decidió adoptar el nombre de Francisco, del pobrecito de Asís, haría suyos los reclamos de justicia de los miles y miles de mexicanos víctimas de la violencia criminal, del narco, del crimen organizado y las desapariciones forzadas.

Francisco fue recibido en Palacio Nacional por el presidente Enrique Peña Nieto, quien asistió a la Basílica. Palabras conciliadoras, convocatoria a la tolerancia y una condena a la corrupción y la impunidad imperantes. Pero apenas empieza el peregrinar entre los pobres que padecen la injusticia del Paso del Norte al Cañón del Sumidero.

Tiempo al tiempo. Antes de llegar el avión, en Topo Chico rindieron culto a la Santa Muerte.