Opinión
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Las batallas de la ortografía
S

e reconoce a la lengua francesa por su claridad y precisión, y hubo una época en que se impuso como la lengua de los intercambios internacionales y diplomáticos del mundo occidental. Pero no es una lengua que se domine con facilidad. Quizás una de sus dificultades principales es su ortografía.

Hoy, la cuestión es el objeto de una polémica que se transforma día tras día en un asunto nacional. La ministra de Educación, Najat Vallaud Belkacem, publicó un decreto, donde se indica que los manuales escolares actualmente en uso por los alumnos podrían, en adelante, ser simplificados al adoptar una reforma de la ortografía, la cual ya no haría obligatorios los acentos circunflejos, como tampoco los guiones de unión entre dos palabras o el redoblamiento de algunas letras. Para justificar esta reforma, la ministra se apoyó en una vieja decisión de la Academia francesa, la cual admitió esta posibilidad en 1960. Hélène Carrère d’Encausse negó de inmediato cualquier responsabilidad de la Academia en este nueva reforma que, por su parte, ella desaprueba por completo.

La polémica ocupa los medios de comunicación. Los franceses se apasionan por las polémicas. Muchos piensan que, como sea, existen en Francia, actualmente, con la crisis, el desempleo, la situación internacional, las guerras en Siria o en Malí, el terrorismo los atentados, temas bastante más graves que el lugar de los acentos circunflejos, esos bonitos sombrerillos colocados sobre las letras de algunas palaras. La política se inmiscuye y la oposición denuncia lo que designa como una maniobra de distracción: el gobierno desea ocupar la opinión pública con problemas subalternos para no verse obligado a responder a las verdaderas cuestiones que plantean en el país.

Esta querella es reveladora de la inquietud que da vueltas en la mente de los franceses desde hace ya numerosos años. Con la construcción de la Europa y, ahora, con el fenómeno de la mundialización, muchos ciudadanos franceses comienzan a dudar de su verdadera identidad. Aparecen, así, numerosos libros cuyos temas son esta inquietud y esta duda. Y, en el terreno político, un partido nacionalista como el Front National explota cada vez que puede un tema que le asegura numerosos electores inquietos por la llegada de esos refugiados venidos de África o de Siria, a los cuales prefieren nombrar con el término migrantes, dejando entender de manera implícita que se contienen con pena para no llamarlos invasores.

La lengua nacional, la francesa, es para muchas personas el signo fundamental y la prueba esencial de la pertenencia a la identidad de un país. Ya, hace bastante tiempo, algunos intelectuales, como el lingüista Etiemble, mostraron su inquietud frente al llamado franglés, palabra con la cual se designaba ese nuevo lenguaje en circulación en este viejo país, donde podía encontrarse en una sola frase publicada en un diario cualquiera tantas, si no más palabras inglesas que francesas. Se había vuelto una moda. A pesar de las protestas de Etiemble, la moda, la epidemia según él, no había sino empeorado a medida de su indignación.

Este culto de la lengua no se limita al aspecto restrictivo de un nacionalismo estrecho. Al contrario, es también lo que ha permitido a Francia acoger en su seno, a veces la crema y nata de la creación, a autores que escogieron la lengua francesa para expresarse. Tal es el caso, por ejemplo, de Eugène Ionesco o de Samuel Becket. El primero era de origen rumano, el segundo irlandés. Uno terminó en la Academia francesa, el otro recibió el Nobel de Literatura.

Cabe recordar, quizás, el célere dictado propuesto por el escritor Prosper Mérimée. Esto ocurría en la época de la corte de Napoleón III, Napoleón le petit, según Víctor Hugo. Por juego o para distraer la corte, Mérimée organizó un concurso de ortografía. El dictado era más bien difícil. Resultado: Metternich, un austriaco, es decir, un extranjero, fue el ganador de la competencia.