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¡Feliz cumpleaños, gran Tlatoani!
Miguel León-Portilla: un portento cultural
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El investigador emérito de la UNAM durante el discurso que pronunció en la Universidad Pontificia de México, en 2014. En primer plano aparece uno de sus nietosFoto Cristina Rodríguez
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uiso ser filósofo, pero ese camino lo condujo a un asunto inconcebible en los cincuentas del siglo XX: el pensamiento de los nahuas históricos. Al escribir La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes (1956) inauguraba una nueva percepción de los pueblos originarios, marcadamente el mexica, y dentro de éste el mundo azteca. Sin exagerar, cierra un largo ciclo de pensamiento colonial (y colonizado) en relación a nuestros pueblos antiguos, iniciado por Bernardino de Sahagún y cerrado por otro cura, Ángel María Garibay Kintana (1892-1967), mentor definitivo de Miguel León-Portilla, a quien conoció en 1953. Pocas ocasiones aparece tan evidente la necesidad de decir: de tal maestro, tal discípulo (véase su Ángel María Garibay: La rueda y el río, 2012, con Patrick Johanson). Al padre Garibay no sólo debemos el portento cultural de León-Portilla; otros discípulos suyos son Sergio Méndez Arceo, Octaviano Valdés y los hermanos Méndez Plancarte.

En 1959, la UNAM publica un pequeño volumen que desde el título rompe los moldes: Visión de los vencidos. Su huella pedagógica y literaria será definitiva. Cambió la manera de leer la palabra antigua al conferirle una relevancia que hasta entonces la lengua castellana no le había brindado. La verdadera conversión de León-Portilla no fue a la filología, la historia o cierta antropología, sino a la literatura. De Garibay aprende que nada separa la estatura de los cantares mexicanos de las tragedias griegas o bíblicas. A diferencia del maestro, el molde de investigación y escritura de León-Portilla es el náhuatl. Garibay, escritor y traductor espléndido, sabía griego, latín, hebreo, alemán, inglés, francés... náhuatl y otomí. Como cura mexiquense anduvo entre Santa Fe, Huixquilucan, Las Pirámides, Tenancingo y Otumba cuando eran pueblos de indios en los años posteriores a la Revolución. Serían simultáneos la publicación de su magna Historia de la literatura náhuatl en dos tomos, y su encuentro con el joven León-Portilla.

Visión de los vencidos, como en lo suyo México profundo de Guillermo Bonfil, culmina el indigenismo del Estado nacional y sienta bases para su liquidación, hoy evidente cuando los pueblos indios hablan por sí mismos sin intermediarios y escriben sus lenguas. Es probable que todo escritor indígena contemporáneo se haya estremecido en la escuela con dichas relaciones indígenas de la Conquista. Hacia 1964 dirige con Demetrio Sodi M. una pequeña y trascendente colección en la más chic editorial del momento: Joaquín Mortiz: El legado de la América indígena. Sus títulos abarcan la literatura de los incas, los guaraníes, los aztecas (ésta, del padre Garibay, dedicada a León-Portilla por su obra indigenista) y su propio El reverso de la Conquista, otra relación de gran influencia pedagógica. Desde entonces no ceja en la construcción de un piso, y un edificio, para las lenguas mexicanas y sus fuentes vivas. En 1967 concluye Trece poetas del mundo azteca, que en 1993 elevará a quince. Estudia, traduce, interpreta y recrea una montaña poética sedimentada, corregida y aumentada. Reunión cardinal de esa escritura náhuatl entre nosotros es La tinta negra y roja, antología bilingüe que editó con Vicente Rojo y los poetas Coral Bracho y Marcelo Uribe (Era, 2008).

De tanto explorar códices e incunables para hacer legible la palabra de toda una civilización, León-Portilla desemboca en una modernidad radical. Una que pocos pelan pero posee una trascendencia cultural mayor si se compara con quienes, rendidos al mercado del prestigio, pujan por ingresar al dichoso canon: la escritura en lenguas mexicanas. Centenares de autores de veinte o treinta orígenes escriben hoy poesía, ensayo, teatro, novela, historia, testimonio, pensamiento político. En homenaje a tal fenómeno literario editó con Earl Shorris la antología de la literatura mesoamericana desde los tiempos precolombinos hasta el presente, Antigua y nueva palabra (Aguilar, 2004), que tiende un puente razonado y firme entre los cantares antiguos y la contemporánea escritura náhuatl y mayense, pasando por las casi milagrosas creaciones coloniales Crónica mexicáyotl y Popol Vuh, hasta escritores de ahora mismo que la cosecha de escritores indígenas no acaba.

El lugar que ocupa el palimpsesto Miguel León-Portilla en nuestra cultura, con irradiación al mundo al universalizar a Nezahualcóyotl y compañía, es intransferible. Y no es menor su huella en autores como Alfredo López Austin y Carlos Montemayor. Cómo reprocharle entonces que admitiera por fin que él es un poeta náhuatl más al incluir dieciocho poemas de los que soy autor en una de sus antologías de los inagotables antiguos: Poesía náhuatl: la de ellos y la mía (Diana, 2006).

Ante este corpus, tanto o más importante que algunas de nuestras pirámides famosas de dudosa reconstrucción, digamos con Nezahualcóyotl: ¡Ma zan moquetzacan, nicnihuan!, ¡Amigos míos, poneos de pie!, tenemos entre nosotros un papagayo de gran cabeza.