Opinión
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Umberto Eco
C

imbra la noticia de la muerte de un pensador de la altura de Umberto Eco. Fue una inteligencia bruñida al límite. Entiendo que hoy hay un antes y un después de Eco, en la semiótica. Un cultura abrumadora, con una mirada capaz de ver la modernidad y el medievo en conjunto y profundidad. De ahí resultaba uno de los mayores pesimismos sobre el futuro y sobre las capacidades humanas para crear más humanidad. Un neurótico incurable a quien el cretinismo –que veía extenderse como un tsunami sobre el planeta–, lo mantenía fastidiado en línea continua. Un filósofo, antes que ninguna de sus artes y su vastísima cultura. Un escritor que puso en sus ensayos o en sus novelas el entero baúl de sus saberes. Hizo saber a sus muchos lectores que la filosofía exige poner distancia respecto al mundo cotidiano, pero, como Habermas, su actividad filosófica no estaba reñida con el rudo jaloneo cotidiano con esa realidad inmediata, no fáctica –según el propio Eco–, sino mediática, porque ese jaloneo se desarrolla a partir de la información que llega diariamente de la prensa, la televisión, la redes sociales. Si en algún lugar se lió en lucha libre con esa realidad vista en los medios, ahí aporto sugerencias mil, pero sobre todo espíritu crítico, talante del que siempre andaba sobrado el profesor de Bolonia.

Aunque los temas que aparecen en A paso de cangrejo, es un número amplio y variopinto, un elemento unificador explica la idea central del autor, y que aparece en el título del libro: “Vamos a paso de cangrejo, nos movemos hacia atrás, sobre todo en el marco geopolítico. Los mapas actuales se parecen preocupantemente a los que había antes de la guerra de 1914. Vamos de la guerra fría a la guerra real, reviviendo conflictos coloniales y religiosos; volvemos a cuestionar el darwinismo [ahí está la adocenada y gringuísima ‘teoría del diseño’: JB], asistimos a migraciones de pueblos parias, recuperamos el fascismo y el antisemitismo…”

En su pesimismo, que vivía como simple realismo, fue compañero de ruta de Saramago en sus momentos más desesperanzados, como ocurre en su novela Ensayo sobre la ceguera. Un hombre parado ante un semáforo en rojo se queda ciego súbitamente. Es el primer caso de una ceguera blanca que se expande de manera fulminante. Internados en cuarentena o perdidos en la ciudad, los ciegos tendrán que enfrentarse con lo que existe de más primitivo en la naturaleza humana: la voluntad de sobrevivir a cualquier precio. La sociedad ha perdido el más preciado de sus sentidos: sus ojos no ven más, su mente tampoco. Ha sufrido una regresión inaudita.

En Eco, el progreso está de regreso, como habría de repetir en su ensayo La Edad Media ha comenzado ya, de 2007. Entre todas las cuestiones tratadas, resume Josep Pradas, “desde el velo islámico hasta el peso de Gran Hermano en la cultura contemporánea, pasando por el incomprensible éxito de El código Da Vinci o la pervivencia de actitudes fascistas en Italia, una de las más extensas es la de la guerra y las nuevas condiciones del fenómeno bélico, radicalmente diferentes de las condiciones modernas, esbozadas por Clausewitz durante el primer tercio del siglo XIX y que sirvieron básicamente hasta 1945. La nueva lógica bélica depende de la representación mediática de una manera que los americanos se resistieron a aceptar en Vietnam, pero que con los años han aprendido a gestionar sagazmente. No obstante, observa Eco, la estrategia occidental sigue siendo la de preferir guerras periféricas en lugar de enfrentar los conflictos esenciales”.

Dejo a los lectores con la evocación atosigada de la afilada navaja de Eco: “Recuerdo en los años ochenta la invitación revolucionaria, hecha por Poder Obrero, al rechazo del trabajo, pues al final la automatización triunfante habría reducido la dura necesidad... Excepto que el resultado no fue la dignificación de la clase obrera que realizaba la condición utópica deseada por Marx, en la que cada uno habría sido al mismo tiempo –y libremente– pescador, cazador, etcétera. Contrariamente, la clase obrera fue contratada por la industria de la carnavalización como un usuario medio…

“Si después se descubre que en muchas partes del mundo hay poca diversión, y se muere de hambre, nuestra falsa conciencia es calmada con un grande espectáculo (jocoso) de beneficencia para recoger fondos para niños negros, parapléjicos y esqueléticos. Se ha carnavalizado también el deporte. ¿Cómo? El deporte es juego por excelencia: ¿cómo puede carnavalizarse un juego? Volviéndolo, de parentético [relativo al paréntesis: JB] que debía ser (un juego a la semana y las olimpiadas sólo de vez en cuando), penetrante, y de actividad afín a sí misma, actividad industrial. Se ha carnavalizado porque en el deporte no cuenta más el juego de quien juega (transformándose por otro lado en un durísimo trabajo que se logra soportar sólo drogándose), sino el gran carnaval del antes durante y después, en el que, en efecto, juega durante toda la semana quien mira, y no quien hace el juego.

“Se ha carnavalizado la política, para la cual se usa ya de por sí comúnmente la locución de política-espectáculo… La política se hace en video, como un juego de gladiadores, y para legitimar a un presidente del consejo se le hace tener un encuentro con Miss Italia. La que, entre otras cosas, no aparece vestida como una mujer normal, sino en traje de Miss Italia (llegará un día en el que también el presidente para legitimarse tendrá que aparecer enmascarado de ­presidente).

“Se ha carnavalizado la religión. Alguna vez nos reíamos de esas ceremonias que se veían en las películas, en las que hombres de color vestidos de adornos variopintos, danzaban el tip-tap gritando ‘Oh yes, oh Jesús!’ (y las obras, las obras, nos preguntábamos nosotros de educación católica, ¿dónde quedaron las obras en estos carnavales post-protestantes de la sola fe danzante?) Hoy, absit iniuria, muchas manifestaciones de júbilo acompañadas de música rock nos recuerdan la discoteca”.