Opinión
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El recuerdo del mensajero
B

ien ha dicho Bernardo Barranco en estas páginas que la visita del Papa a México tendrá consecuencias patentes y relativamente inmediatas, con toda certeza sobre el Episcopado nacional. El papa Francisco no sólo reconvino a los obispos, también los exhibió ante la opinión pública, los señaló con dedo flamígero, aunque después los haya perdonado. Ahora todos los mexicanos sabemos con quiénes tenemos que lidiar si de asuntos religiosos se trata. También ha quedado claro que los obispos no son de fiar, por lo menos porque son indiscretos. Acusación grave para un profesional del secreto de confesión. Después del retrato que hizo el Papa de los obispos mexicanos parece imposible que mantengan la posición que ocupan ahora. Es previsible que en breve haya una renovación total, o cuando menos parcial, del Episcopado nacional.

En cambio, me parece que es más incierta la duración de la huella de la visita en la conciencia y el comportamiento de las multitudes bautizadas que recibieron al Papa. La exaltación y el entusiasmo se apagarán pronto, si no es que ya se han extinguido del todo porque mucho tenían de artificial; nadie se sorprenda, fueron actitudes promovidas por intereses comerciales y políticos que poco les interesa y poco saben de espiritualidad o de sentimientos religiosos, y que agitaron al auditorio con los mismos métodos y recursos con los que generan las atmósferas enervadas que rodean las visitas de otras celebridades. Ido el Papa volvimos al horror cotidiano de los secuestros, las fosas clandestinas, los cadáveres anónimos, los corruptos archiconocidos, las medias verdades de funcionarios y políticos, y la certidumbre de un futuro incierto.

La fragilidad de la experiencia que fue la visita papal no puede atribuirse a nuestro huésped, que se condujo con la elegancia, la cautela y la prudencia de un diplomático profesional, y habló con la autoridad, la convicción, la energía y el tono de un líder religioso; pero si sus palabras no permanecen entre nosotros es porque él, como otros líderes actuales, enfrenta el gran desafío que le plantean los lenguajes del siglo XXI. No me refiero a las redes sociales, sino a lo que trae en la cabeza la generación del milenio (los nacidos en el 2000 y sus alrededores), a sus formas de expresión, a la idea que pueden tener de la vida y de la muerte, que casi seguramente poco o nada tiene que ver con las enseñanzas de la Iglesia. La presencia del papa Francisco en México tendría que imponerse a la secularización de valores que ha minado la autoridad de la Iglesia, a una pluralización religiosa, en la que el Islam o el budismo ocupan un lugar de privilegio porque para muchos jóvenes de regiones antes católicas son alternativas más atractivas.

A pesar de las manifestaciones de fervor religioso, algunas de plano histéricas, que provocó la visita del Papa, la Iglesia católica en México es una institución débil, sus recursos son limitados y su desempeño, ya lo vimos, deficiente. Peor aún, los escándalos del padre Marcial Maciel sí que están presentes en la memoria de muchos de nosotros, y no sólo de aquellos de quienes abusó, sino de quienes apenas nos hemos enterado de sus trapacerías y perversiones. La Iglesia en México ha creído que su alianza con el Estado era una fuente de fortaleza; el Papa le recordó que no es así, y que las consecuencias de su cercanía al poder político han tenido el mismo efecto que si hubieran invitado a comer en su mesa al ángel exterminador. Si la Iglesia pensaba que al acercarse a los ricos podría educarlos en los valores y las creencias que sostiene, se ha equivocado de manera lamentable. No sólo no ha tenido la capacidad de formar a los católicos mexicanos de acuerdo con los valores que ostenta, sino que no pudo resistir el contagio de los virus más dañinos de la política nacional. El estado de salud de la Iglesia mexicana es tan delicado que no se justifican los temores que expresaron comentaristas radiofónicos y público en general, a que se beneficiara de la visita, a que ampliara su capacidad de influencia, y ejerciera presiones políticas para restablecer su imperio religioso.

Nada sugiere que la Iglesia católica en México se haya fortalecido políticamente por la visita del Papa, porque la sociedad es hoy mucho más diversa, compleja y difícil de interpretar que en el pasado, porque un gran número de creyentes piensa que puede establecer una relación directa con Dios, que para eso no necesita de sacerdotes, monjas o intermediarios de ninguna naturaleza. El papa Francisco fue para muchos sólo un mensajero, su visita fue un breve paréntesis, un recuerdo amable en medio de la catástrofe.