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Mirándote a los ojos
L

a verdad y la mentira se comparten y acompañan la vida de los seres humanos de su infancia hasta su muerte. Acaso los escritores no escriben libros sino con la esperanza de alcanzar al menos una parte de esta verdad que parece a veces inalcanzable. Los periodistas se proponen a menudo el mismo objetivo, pero, ¿quién puede creer verdaderamente lo que ve en la televisión, escucha en la radio o lee en la prensa escrita? La palma de la mentira se atribuye en general a los políticos.

Desde luego, la política no posee el monopolio de la mentira. Otras profesiones, otros oficios, se ven obligados a incursionar en sus terrenos: ¿cómo, si no, vender el agua tibia o la crema de la eterna juventud? No sólo videntes, quirománticos, adivinos y pretendidos profetas recurren a la mentira disfrazada bajo los ropajes de la invención.

Cierto, los políticos, al menos durante sus campañas electorales, tienen algo de profetas, rasgos de médiums, cuando pronostican los milagros económicos y financieros que ocurrirán gracias a su elección, el bienestar, cuando no una dicha beata, que colmará a la población bajo su mandato.

Los políticos prometen a sus posibles electores, como los enamorados a la amada, el cielo, la luna y las estrellas. ¿No decía el ex presidente francés Jacques Chirac, no sin humor y algo de cinismo, las promesas no comprometen sino a quien las cree?

En efecto, el democrático ciudadano de una república necesita creer, sí, creer, en la honestidad y las virtudes patrióticas de sus dirigentes: una manera de creer en sí mismo y en la moral, la suya y la del candidato por quien vota.

¿Quién elegiría a un aspirante a un puesto público, el cual, apegándose con obstinación a la estricta verdad, dijese que terminar con el desempleo es imposible o que es incapaz de devolver su lugar preponderante a Francia? ¿O, más sincero aún: un candidato que, en un acceso suicida de franqueza, declarara que busca los privilegios del poder para enriquecerse personalmente? ¿Que en vez de hablar del don de su persona al servicio de la nación, desease instalarse en el palacio del Elysée –o la Casa Blanca o Rosada, o Los Pinos– para gozar de prebendas y privilegios compartidos con el estrecho círculo de su corte?

Nicolás Maquiavelo, ya en el siglo XV, en los albores de la época moderna, a inicios del Renacimiento, expone ideas sobre el arte de gobernar y la necesidad de disimular y mentir. Colocar a la mentira por encima de la moral: tal es la verdadera virtud política. ¿De qué otra manera puede fundarse el poder y acceder a él? El príncipe tiene la obligación de mentir, es su deber. Su moral es diferente de la moral común. La crítica de la época, e incluso posterior, trató sus proposiciones y análisis de inicuos, a su autor de inmoral y corruptor. Sin embargo, Montaigne o Kant, para no hablar de los filósofos del Siglo de las Luces en Francia, ahondan en sus escritos estos principios de una moral distinta para el príncipe.

El lenguaje fue dado al hombre para disimular su pensamiento, decía un político de excepcional longevidad, el príncipe Talleyrand, quien sirvió y aconsejó dirigentes y monarcas de regímenes tan distintos como los de Napoleón o Luis XVIII.

Desde hace tiempo, una expresión francesa tiene un éxito inesperado: Je vous le dis les yeux dans les yeux (Se lo digo mirándolo a los ojos). Naturalmente esto debería significar: digo la verdad y no temo su mirada, no tengo por qué ruborizarme. Desde que François Mitterrand utilizó esta expresión, en público y frente a las cámaras de televisión, cuando lo que afirmaba era una enorme mentira, muy rápido descubierta, esta frase adquirió otro sentido: quien tiene la audacia de anteceder sus declaraciones con les yeux dans les yeux (mirándolo a los ojos) se prepara a emitir con cinismo una mentira total, a tal extremo que ya no provoca sino la carcajada.

La mentira, señala Maquiavelo, debe ser creíble. Y los políticos actuales ya ni siquiera saben mentir.