Opinión
Ver día anteriorLunes 29 de febrero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Placeres de ciego
C

ansado de ver y no ser visto, decidió ser ciego. La gente ha dejado de ver, y su propio acto de ver se queda vacío, qué caso tiene. Ezequiel acariciaba la idea de tiempo atrás, sin tomarla en serio. De entrada, ¿cómo perder deliberadamente la vista sin lastimarse? Lo suyo nada tiene de masoquista, y mucho en cambio de búsqueda de un alivio al dolor y al tedio que le causaba el mundo, que lo penetraba por los ojos como un contagio, como un desperdicio, como un engaño. Ustedes perdonarán, dijo, pero ahí se ven.

Caminar por las calles y los parques, sentarse en un café, en la intimidad del hogar con amigos o familia, hacer el amor o la tarea, viajar en cualquier vehículo salvo bici o moto, a cada rato en escuelas y lugares de trabajo aunque esté prohibido. A la humanidad le ha dado por fiarse de una pantalla reluciente del tamaño de la mano. Nadie mira a nadie, ocupados los ojos y la atención en el dispositivo, que por añadidura puede fotografiar el instante que sea, y su imagen entonces deviene evento más que el evento mismo. Quien no mira aquí, pues su existencia presencial transcurre en otra parte, recibe por el nervio óptico y almacena en las neuronas la ilusión de estar aquí, y se considera con derecho a decidir si le gusta o no, y hasta opinar, carajo.

Ahí van todos y por ahí se están, como si sus ojos no les pertenecieran. Insomnes frecuentes, un poco todopoderosos pero frágiles, expuestos a los peligros de la distracción en espacios reales donde ocurren los accidentes, los asaltos y los desengaños.

Pero, ¡un momento! Pérense. Esta no es la verdadera razón del Ezequiel para quedarse ciego. Esencialmente visual desde pequeño, como la mayoría, con el oído adosado, pleno de música y ruidos, incubó por años la fantasía de cambiar el sentido dominante en su  cerebro. En vez de abandonarse a los recursos fáciles de la mirada, decidió cancelarla y se entregó a las posibilidades del tacto. Además, fue descubriendo que entre menos veía mejor escuchaba, y sin ser fan suyo comprendió a Stevie Wonder y José Feliciano, ya no digamos a Ray Charles, su negro yonqui republicano favorito. Se dejó fascinar por la audición pura, sin más imágenes que las recordadas.

Atenerse el tacto impune es privilegio de escultores. De Fidias a Rodin han necesitado los ojos cerrados para recorrer las formas de los cuerpos, apropiárselos por las manos. Caso extremo, perverso pero conmovedor, sería Degas viejo, rodeado de bailarinas niñas, delicadas en tutú, semidesnudas. Obtuvo licencia poética, bajo pretexto de ser un simple impresionista en la tercera edad.

Ezequiel cuidó no volverse un vulgar tentón mano larga. Evitó, y evita, situaciones donde alguien pudiera decirle deja ahí, ese bochorno. Pero aprovecha la menor oportunidad legítima de trasladar su retina a la pulpa de los dedos y las palmas de las manos. Disfruta las inmarcesibles diferencias de sensación y fijeza entre unas y otras, las posibilidades del placer, el reconocimiento verídico del otro, la otra. En lo liso y lo rugoso, seda y vellosidades suaves, las hondonadas y los hombros, las partes húmedas y las peludas, las regiones glabras, las calientes, las curvas, las endurecidas, las turgentes, las frías, las chinitas. Más que ningún otro sentido, el tacto es cosa de dos. La riqueza de matices en la percepción se le ha ensanchado. Le tomó tiempo, paciencia. Al momento de abdicar a la vista, Ezequiel tenía ya desarrollado un tacto por encima de la media. Sin embargo no estaba preparado para lo que comenzó a experimentar una vez hundido en la neblina donde las formas son si acaso sombras que dicta la memoria, y al fin quedó a merced de la piel, la lengua, las pestañas y las manos.

Por no importarle mucho la lectura se basta con lo que ofrece el Braille. No echa de menos la fealdad del mundo. Atina al elegir lazarillos, auxiliares, pupilos y sobre todo amantes. Ganó atractivo. Las mujeres que lo tocan no resisten la tentación de besarlo, abrazarlo, quedársele cerca. Sí ellas permiten él avanza y ellas se maravillan de lo bien que toca, de lo mucho que sabe de ellas, de los movimientos que no se ahorra. Una mujer, rendida a las elegancias de su tacto, le confesó de plano: Fue que me tocaste que supe que estaba perdida. Que hasta este momento estaba completamente perdida.

Maldito el que lleve al ciego fuera de su camino, dice el libro de Moisés. Ezequiel prefiere interpretarlo en sentido contrario: Bendita la que me lleva fuera de mi camino y de mí, la que me permite hundirme en su selva.

Sí, lo cegó la lascivia. Y no se quiere arrepentir, por más que le insistimos. La vida cobró un nuevo y fascinante sentido. Parecerá una locura, pero lo envidio. Dichoso el que siente sin necesidad de ver, esa pérdida de tiempo.