Un apache en las margaritas


Muchacha, 2015, Chiapas. Foto: Nadja Massün

Eduardo Guzmán Chávez

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Henry Quintero. Apache mezcalero, primo de chiricahuas y lipanes, se inclinó ante el matorral de hojasén, y ya hincado bendijo con polen de maíz el círculo perfecto de 5 rosas; luego saludó los cuatro rumbos sonajeando hermosos cantos.

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Henry Quintero. 42 años. Hijo de padre oriundo de Jalisco y de madre apache. Doctorado en etnomusicología y hombre medicina de su pueblo, rastrea la huella de los antiguos mitos de su nación en la casa de la flor venado.

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Verdad buena que no sabía que una brasa fogata lumbre del pueblo apache había burlado la política de exterminio que les endosaron como fatalidad irreversible. Hasta hace unos pocos años pensé que habían corrido igual suerte que los huachichiles cabeza roja de nuestro Altiplano potosino a quienes exterminaron o amestizaron disolviendo en la cruza la esencia de su cosmovisión.

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Los huachichiles que aceptaron la rendición a finales del siglo XVI fueron obligados a integrarse a un modelo que los esclavizó en las minas con el aparato ideológico de la cruz católica que borró lo más que pudo hasta la resonancia musical de su idioma. Imaginamos que los hombres murieron dentro de ese saqueo civilizatorio en la Colonia y que algunas mujeres huachichiles dieron a luz hijos mestizos que en pocas generaciones se confundieron con los mestizos de sangre tlaxcalteca, purépecha u otomí que trajeron para poblar nuestro semidesierto.

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Los apaches que sobrevivieron la ignominia que los enclaustró en las reservaciones tuvieron la oportunidad de guardar la semilla de su lumbre ancestral hasta nuestros días. La segregación  y el racismo gringo no pudieron impedir que se resguardaran fragmentos coherentes enormemente significativos de la cosmovisión de un pueblo sorprendente de cazadores y sembradores seminómadas y guerreros que habitaron grandes extensiones de lo que ahora son Chihuahua, Nuevo León, Coahuila, Texas y Arizona.

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¿Qué sabemos  de los apaches, queridos lectores? ¿Qué nos vendieron en la aulas? ¿Qué ligazones calificativas se abren en los archivos del concepto cuando enunciamos la voz apache? Todavía en el último tercio del siglo XIX, una de las obsesiones del general Bernardo Reyes, padre del erudito Alfonso Reyes, entonces gobernador de Nuevo León, era el exterminio de los apaches. Como asesinos violentos bárbaros. Incivilizados truhanes asaltantes, había que borrarlos del mapa. Ayuntados en ese jale, los dos gobiernos (mexicano y gringo) firmaban convenios con el mismo propósito de borrar de su propio territorio a esos maestros de la naturaleza, guerreros indoblegables.

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Un testimonio que levanta tolvanera contra la falsa imagen de los apaches como salvajes asesinos: en 1860, cuando el jefe Cochise y su tribu de los chiricahuas era perseguidos tenazmente por el ejército estadunidense. Escondido en las montañas, con poco alimento y los animales flacos, fue visitado por un delegado del gobierno que, intentando lograr un acuerdo de paz, convivió durante unos días en el campamento apache y pudo escribir su relato. Nada más alejado del estereotipo construido por el puritanismo colonizador. Aun en su infortunio, con la muerte pisándoles los talones; traicionados en los sucesivos acuerdos de paz que firmaron con el hombre blanco; con hambre, pocas armas incomparablemente menos poderosas y la decisión de ser libres o morir, el delegado del gobierno se llevó tremenda sorpresa al penetrar fugazmente en lo íntimo de una tribu en diáspora que no perdía la risa, el buen trato, el cuidado de los niños y la esperanza. No fue suficiente su testimonio que pedía detener la barbarie contra un pueblo cultísimo de naturaleza. El monstruo civilizatorio de dos cabezas: la protestante y la católica, fue implacable contra todos los originarios y terminó matándolos o reduciéndolos en las reservaciones.

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Homenaje a los apaches indómitos que murieron defendiendo  el corazón de su casa natural. Homenaje a los apaches vencidos en las reservaciones, humillados, alcoholizados, que así vigilados reducidos supieron honrar el eje vibración espiritual de un conocimiento milenario que ahora comparten sus hijos nietos tataranietos.

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Henry nos regaló algunas palabras en idioma apache: sol: da: tierra: né; venado: viié; rosa del desierto: azenyopá; maíz: naldé.

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Henry Quintero y su amiga Yunuén trajeron una tonelada de maíz para las familias de Las Margaritas. Un costal para cada una porque no llovió y no hay cosecha. Henry agradecía al contar en su saludo o cantaba en el agradecimiento algún capítulo de su historia y rogó a los margariteños que cuidaran su vida y su casa por encima del resplandor fugaz del oro. Por último, el indio apache Henry Quintero nos contó brevemente que antes que los españoles llegaran, antes que fueran conocidos como temibles, los apaches eran grandes viajeros bien conocidos como una tribu que andaba lo más lejos para compartir lo que tenían. Hasta Oaxaca, Yucatán y hasta Canadá. En reciprocidad, recibían las mejores medicinas y alimentos de los pueblos que visitaban. Por los sueños que está caminando, Henry piensa que eso antiguo está volviendo. El mismo mensaje de sus abuelos vino a revivir maíz en Las Margaritas donde otra vez volverá a llover.

Eduardo Guzmán Chávez, originario de la Ciudad de México (1964), es escritor, editor y ejidatario en Las Margaritas, en San Luis Potosí. Desde allí ha participado activamente en la defensa del territorio sagrado del pueblo wixárika y del desierto mismo, Wirikuta, en el Altiplano potosino, un ecosistema único y en peligro. Este episodio aparece en Trece por cuatro. Poemas para recuperar la salud en un dos por tres (Ediciones Sin Fin, La Zorra Vuelve al Gallinero y Ediciones Mezcalli, México, 2015).