Nuestro Náhutl

Chicomexochitl fundamento de vida


Novios, 2010, Chinantla, Oaxaca. Foto: Nadja Massün

Escritores y maestros del náhuatl, hablantes que lo escriben, reflexionan y recrean en Ojarasca desde vertientes muy diversas de su cultura madre. Los pueblos nahuas sostienen y alimentan un decir del mundo. Precisamente en esta hora de amenazas a su existencia, en canto y pensamiento su lengua persevera en florecer.

Natalio Hernández

Los pueblos nahuas de la huasteca veracruzana, específicamente de la región de Chicontepec, mantienen viva la ceremonia tradicional en torno al maíz, toda vez que constituye el elemento material y espiritual que rige su vida cotidiana. Como elemento ceremonial, el maíz recibe el nombre de Chicomexochitl cuya traducción literal al español significa “Siete flores”, debido a que en los cultivos tradicionales de la región el maíz siempre va acompañado de otros productos que constituyen la base de la alimentación de las comunidades. Estos productos son el chile, la calabaza, el camote, el tomate, la jícama, el amaranto, el plátano, entre otros que, en conjunto, integran las siete flores. Finalmente, Chicomexochitl para las comunidades nahuas de la región, es una metáfora que alude a lo sagrado, a lo bello, a lo profundo, a lo delicado.

En las ceremonias y rituales que se celebran durante el año, el maíz se presenta de manera dual, es decir, en su advocación niño y niña. De esta manera, la vida cotidiana de los pueblos nahuas de esta región, transcurre estrechamente vinculada con el ciclo del maíz que se desarrolla en el espacio físico de la milpa y es, en este espacio sagrado, donde se establece la relación entre el maíz y otros cultivos (flores) que lo fortalecen y enriquecen: así pasa a ser el alimento físico y espiritual para las personas de la comunidad. Son, por lo menos, cuatro los momentos en los que se celebran los rituales relacionados con el ciclo de vida del maíz: durante la siembra, cuando empiezan a espigar las matas de maíz, en la temporada de los elotes y cuando se recoge la cosecha. Antes de las siembras, esto es a mediados de cada año, se celebra una ceremonia de “petición de lluvia” que recibe el nombre de Atlatlacualtilistli. Esta es la ceremonia tradicional más grande que se celebra durante el año, porque en ella se pide que haya lluvia, que haya salud para todos, que los vientos sean favorables, en fin, que haya armonía para que el maíz (niño y niña) pueda nacer y desarrollarse de manera sana y vigorosa.

La ceremonia transcurre en una casa tradicional comunitaria que recibe el nombre de Xochicali que en lengua castellana significa “Casa de la flor”. En este espacio físico habitan, permanentemente, el niño y la niña maíz, mediante su representación simbólica, en cortes de papel revolución (antiguamente se hacía en papel amate), simulando dos pequeños niños ataviados con las ropas tradicionales de la propia comunidad.

La tradición de chicomexochitl se sustenta en un relato fundacional que se denomina Xochicuahuitl/Árbol florido, que los tlamatinih, sabios de la tradición, han venido transmitiendo de manera oral a las nuevas generaciones. También se puede mencionar que es probable que tenga relación con la tradición que se desarrolló en Xochicalco, Morelos, en el siglo VII después de Cristo y que de ahí trascendió al templo mayor de Tenochtitlan durante la época de mayor florecimiento del pueblo azteca. Finalmente, es posible que esta ceremonia a Chicomexochitl llegara a La Huasteca, durante la expansión del poderío azteca, en tiempos de Moctezuma Ilhuicamina, a mediados del siglo XV, es decir, en una época muy cercana a la conquista española.

El maíz es nuestra sangre y nuestro cuerpo

Monequi xihmalhui nochi tlen oncah ipan tlaltipactli, ipampa yanopa melahuac ihuan xitlahuac: ipampa totlachialis, ipampa tonemilis. Es necesario que respetes todo cuanto existe en la tierra, porque esto es lo verdadero y lo recto en nuestra vida y en nuestra existencia. Así repetía mi madre, una y otra vez, durante mi infancia y adolescencia que transcurrió en la comunidad náhuatl de Lomas del Dorado, Veracruz.

Esta misma sentencia se extendía hacia el cuidado del maíz. Durante la época de la cosecha, por las noches nuestros padres nos ponían a desgranar las mazorcas de maíz para que, al día siguiente, salieran a venderlo al tianguis o mercado de Hueyi ixtlahuac/La llanura grande. En muchas ocasiones el sueño y el cansancio nos vencían materialmente y, sin embargo, teníamos que juntar, uno a uno, los granos de maíz que se regaban al desgranar las mazorcas, porque decía mi madre: Sintzi yoltyoc, ica yehuatl titlachixtoqueh, quehuac toeso ihuan tonacayo/El maíz tiene vida, por él vivimos, es nuestra sangre y nuestro cuerpo.

Todo este ambiente de sacralidad que producían las palabras de mi madre, se extendía hacia los diferentes cultivos. Cuando íbamos a la milpa con ella, al cosechar los tomates, los chiles y las calabazas y otros productos, ella iba dialogando con las plantas, pidiéndoles que no nos abandonaran, que nuestra existencia estaba estrechamente ligada a ellas. De esta manera, sentíamos que nuestras vidas transcurrían junto con la vida y los ciclos del maíz. También cuando nuestros padres realizaban las siembras del maíz, imploraban a la madre tierra para que albergara en su seno las semillas que serían, más tarde, nuestro sustento, nuestro alimento.  Posteriormente, al observar como brotaban las nuevas plantas de maíz y conforme iban creciendo, nos parecía que crecíamos junto con ellas. Así, experimentábamos una gran alegría cuando las milpas empezaban a espigar y enseguida brotaban los elotes tiernos. De esta manera, sentía que las palabras de mi madre adquirían mayor sentido cuando el maíz se transformaba en tortillas que brotaban del comal como pequeños soles que alimentaban y nutrían nuestro cuerpo.

El espacio sagrado de Xochicali/ Casa de la flor

Mi padre recibió el bagaje de conocimientos que mi abuelo José Antonio le transmitió acerca del cultivo del campo. Con frecuencia, decía que mi tocayo el viejo José Antonio hizo de su milpa un Xochitlalpan/ Tierra florida y un Tonacatlalpan/ Lugar de nuestro sustento que, finalmente, se reflejaba en el Tlalocan/ Lugar de la abundancia, como rezan los relatos de nuestros ancestros los antiguos mexicanos. De él aprendió la importancia de las ceremonias de gratitud por los dones recibidos del maíz en su advocación de Chicomexochitl/ Siete flores.

Desde muy pequeño, recuerdo que mi padre, siendo autoridad principal de la comunidad, encabezó la construcción de la primera Xochicali/ Casa la flor, que era una pequeña choza construida con madera y techada con hojas secas de caña, para la celebración de la ceremonia en honor a Chicomexochitl/ Siete flores. Para la realización de la ceremonia, las autoridades de la comunidad convocaban a los sabios otomíes de Cruz Blanca, Ixhuatlán de Madero, principales conocedores de la antigua tradición.

Esta fue mi primera experiencia que, aunque no participé directamente, quedó grabada, para siempre, en mi memoria infantil: la música, la danza, las flores, el incienso y las ofrendas que se le hacían a Chicomexochitl en su dualidad niño y niña: desde entonces, estos niños, habitan en mí y me brindan alegría y fuerza espiritual. Han transcurrido más de 50 años, y ahora tengo en mis manos la responsabilidad de ser el custodio de la tradición en la propia comunidad. Mi padre y otros ancianos de la comunidad ya fallecieron y es por eso que siento la responsabilidad de transferir esta tradición antigua de nuestros ancestros, a la nueva generación de jóvenes nahuas de la comunidad de Lomas del Dorado.

Natalio Hernández es un referente indispensable para la escritura y la creación literaria en náhuatl. Estas son las primeras páginas del ensayo que, con un título ligeramente distinto, presentó el autor en el Coloquio Internacional de Filosofía Latinoamericana de las Universidades Pontificia de México, Nacional Autónoma de México, Autónoma del Estado de México e Iberoamericana, y CIALC en noviembre de 2015 en la Ciudad de México. Forma parte de su próximo libro, La tierra originaria.