Editorial
Ver día anteriorSábado 19 de marzo de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Corrupción: responsabilidades compartidas
E

l presidente del Consejo Coordinador Empresarial (CCE), Juan Pablo Castañón, adimitió ayer que también hay corrupción en la iniciativa privada y dijo que cuando un acto de ese tipo involucra a un funcionario y un particular, deben ser sancionadas ambas partes.

Significativamente, las declaraciones del dirigente empresarial coincidieron en la fecha con la detención, en España, del empresario mexicano Juan Manuel Muñoz Luévano, en el contexto de la investigación abierta por la fiscalía de ese país contra el ex presidente nacional del PRI Humberto Moreira, por presunto blanqueo de capitales, asociación delictiva, malversación de fondos públicos y prevaricación.

Ciertamente, sería improcedente que la cúpula del sector empresarial se resistiera a admitir que la corrupción no es una lacra unidimensional circunscrita a las oficinas gubernamentales, sino una relación ilegal e inescrupulosa entre servidores públicos y actores privados, y que el propio sector empresarial es corresponsable del fenómeno, por cuanto de él emana la mayor parte de los sobornos, comisiones y pagos ilegítimos por favores, privilegios y tratos preferenciales, que conllevan, invariablemente, graves pérdidas al erario: entre 400 y 740 mil millones de pesos anuales –según diversos estudios–, equivalentes a 4 por ciento del producto interno bruto.

Tal relación entre corruptores y corrompidos, basada en la violación sistemática de las fronteras de lo público y lo privado, se ha convertido en estructural en los tres niveles de gobierno y en los tres poderes de la Unión, y para erradicarla es preciso, antes que nada, combatir la simulación y la impunidad. En ese sentido, lo relevante no es que el CCE admita ahora que también existe corrupción entre los empresarios, sino que lo haga hasta ahora y que no acompañe esa formulación de un compromiso por denunciar y ayudar a combatir ese flagelo.

Lo cierto es que, con el reconocimiento formulado por el máximo organismo empresarial del país, se termina por enterrar una de las falacias en que se sustentó el discurso tecnocrático entre finales del siglo pasado e inicios del presente: que las prácticas corporativas son una preceptiva deseable y hasta necesaria de adoptar en la administración pública para dotar a ésta de pulcritud y eficiencia. En los albores de su mandato, Vicente Fox llegó al extremo de insinuar que un gobierno de empresarios y para empresarios resultaría un antídoto contra la corrupción inveterada en las oficinas públicas.

En contraparte, la demanda de un combate frontal y verdadero a la corrupción ha sido enarbolada de tiempo atrás desde otros sectores y por otros actores y constituye ya un punto de consenso ineludible por parte de la sociedad. Dicho combate no se concretará úncamente con el mero reconocimiento del problema: a fin de cuentas, la corrupción sería inconcebible sin los factores de la opacidad y de la impunidad. El predominio de esta última, en particular, articula la corrupción con las violaciones a los derechos humanos, con la violencia y con la inseguridad, que son otros de los problemas centrales del México contemporáneo.

En tanto no se asuma que para hacer frente a la corrupción se debe ostentar la voluntad política de castigar conforme a la ley tanto al corrupto como al corruptor, no habrá posibilidades reales de terminar con ese flagelo.