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Arnaldo y la Constitución de la CDMX
M

e ocupo de este tema como ciudadano y tengo presente, al hacerlo, a un sabio del derecho y de la ciencia política, como fue Arnaldo Córdova.

La armazón constitucional y legal del país, así como la de las entidades federativas o estados, proveen las instituciones y la organización para regular la vida social de una población acentuadamente plural, como es México. Esa regulación tiene un propósito: optimizar los beneficios de vivir en sociedad. No me referiré en este artículo al colosal déficit que aquí se configura por efecto del incumplimiento o por el uso arbitrario o abusivo de las leyes, déficit que empeora al extremo cuando miramos el estado de vida que priva en las franjas más pobres del país, y con particular acento en las comunidades indias con mayores raíces en los pueblos originarios del territorio nacional.

Probablemente la gran mayoría de la población que habita la Ciudad de México ni siquiera se pregunta para qué nos va servir una Constitución de la CDMX. No hay duda de que se va a crear un instrumento en condiciones y contexto altamente sui generis. Lo más notable de este proceso de próxima organización es que no es una demanda ciudadana. Menos notable, aunque sin dejar de serlo, es la conformación artificiosa del constituyente.

Arnaldo escribió en estas páginas: Las leyes, que son jurídicas porque expresan un mandato de obligaciones correlativas de derechos, no pueden ser más que reguladoras u organizadoras. Es así que las llamamos en su totalidad reglamentarias y orgánicas. O regulan u organizan entes jurídicos. Las leyes no se ocupan de otra cosa. La Constitución no regula ni organiza, la Constitución instituye, y eso vale la pena explicarlo. ¿Qué quiere decir instituir? Quiere decir fundar. Las leyes no fundan, sino que regulan u organizan. La Constitución funda. Las leyes son fundadas y su función es regular y organizar lo que la Constitución manda que se funde. No creo que haya mucha ciencia en ello.

Y también: La Constitución es el esquema de lo que el Estado debe ser, acordado por las fuerzas políticas que le dan nacimiento. Es un pacto de los ciudadanos en su conjunto. Sabemos que esto es una ficción, pero funciona: ningún ciudadano estaría de acuerdo con una Constitución que no considerara suya, aunque él no la haya hecho. Y es aquí donde la ficción funciona: el ciudadano hace suya la Constitución en la medida en la que siente y piensa que lo defiende, lo representa y lo protege.

Pues bien, aquí no tenemos un pacto de los ciudadanos en su conjunto, ni siquiera en el sentido ficticio del que Arnaldo habla. ¿Por qué no?

En primer lugar, lo he mencionado, porque no es una demanda ciudadana. En segundo lugar porque por donde se le mire, por el motivo mencionado, esta Constitución no es un pacto de los ciudadanos en conjunto. En tercer lugar, porque la conformación del constituyente es de veras muy original, con 40 por ciento de dedazo, y ya puede imaginarse el tamaño de la abstención que probablemente tendremos con los elegidos.

Adicionalmente, es un proceso totalmente invertido. Esta no es una Constitución que funde nada. De ella no derivarán leyes reglamentarias, porque las leyes ya existen. Las mejores leyes del país las tienen los ciudadanos de la CDMX. No es verdad entonces que éramos ciudadanos de segunda. Aquí la Constitución será montada sobre esas leyes, y no derivarán de ella. El mundo del revés.

Desde luego, no es que no puedan ser mejoradas algunas de ellas, en esto o en aquello, pero serán procesos marginales. No deja de ser peculiar, además, que un estado se llame Ciudad. Esta ciudad se llama Ciudad porque es una ciudad. ¡Vaya imaginación para nombrar! Ocurre, sin embargo, que casi una cuarta parte de la CDMX es población rural. Es, al menos en una cuarta parte, un contrasentido semántico que la ciudad sea su contrario: rural.

De paso, es de anotarse que el mayor de los grupos étnicos que habitan en la Ciudad de México es el de los nahuas. Se concentran sobre todo en los pueblos originarios de Milpa Alta, Xochimilco, Tláhuac y Tlalpan. Así, no debería perderse de vista que, aunque sea en proporción menor, en CDMX, además del castellano, se habla náhuatl, mixteco, otomí y mazateco.

La realidad concreta, metropolitana, social y geográfica que tenemos, bautizada en 2005 como Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM), está formada por la que antes se llamaba Ciudad de México y 60 municipios aglomerados, uno de ellos en el estado de Hidalgo, y los restantes del estado de México. Ocurre que en esta unidad metropolitana y social, 8.8 millones habitan en la que antes se llamaba Ciudad de México y 11.3 millones en los municipios conurbados. El pedazo menor de esta unidad tendrá una Constitución más ficticia que cualquiera otra Constitución. Preocupa la gran irracionalidad administrativa que esto significa. Pero aquí no se trata de realidades administrativas racionales, sino de los arreglos políticos de los políticos.