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Un nuevo modelo centro-periferia trastornado
P

or lo que se sabe, los antecedentes primeros de la dualidad centro-periferia se remontan a las tesis del rumano Mihail Monoilescu, el chileno-alemán Ernest Wageman y el danés Viggo Axel Poulsen. Pero qué duda cabe que fueron los economistas latinoamericanos de la Cepal, entre los que destacan el argentino Raúl Prebisch y el brasileño Celso Furtado los que, luego de la Segunda Guerra Mundial, desarrollaron la noción de una dualidad centro-periferia, para describir un orden económico mundial integrado por un centro industrial y hegemónico que establece transacciones económicas desiguales con una periferia principalmente agrícola y subordinada. La muerte prematura del mexicano Juan Noyola, en 1962, en Cuba, no lo registra en el panteón de los precursores señalados, pero qué duda cabe que fue uno de ellos.

De acuerdo con este enfoque, la relación desigual centro-periferia era el obstáculo principal para el desarrollo. La industrialización de las economías periféricas era el único modo de convertirse en sociedades desarrolladas.

Este enfoque propuso la sustitución de importaciones como vía para la industrialización de la periferia. Pero la llamada teoría de la dependencia, encabezada en gran medida por Andre Günder Frank, llegó para combatir sin tregua al pensamiento y a la praxis que buscaba vías de mejoramiento de grandes masas de latinoamericanos hundidos en el infrasubdesarrollo. Utilizó el modelo centro-periferia, pero para explicar por qué nunca habría desarrollo a partir de la relación de subordinación centro-periferia.

La crisis económica mundial iniciada en los primeros años setenta acabó con los debates entre la teoría del desarrollo que buscaban impulsar el modelo centro-periferia y los dependentistas, como acabaron también con la política económica keynesiana que practicaban la mayoría de los países desarrollados que impulsaban el estado de bienestar. Lo que siguió fue la expansión explosiva de la globalización neoliberal, la aberración de la desregulación, especialmente la financiera, y en paralelo la revolución informática. Un silencio sepulcral cayó sobre las teorías del desarrollo y de la dependencia.

El capital financiero se multiplicó hasta llegar a ser una masa de capital ficticio entre 70 y 80 veces el valor de la producción real de bienes y servicios en la actualidad. El capital financiero tomó el mando de la economía real mundial como conjunto, y de la política de todas las naciones. Los estados nacionales al servicio de los banqueros. La desigualdad socioeconómica alcanzó cotas sin antecedente histórico. Según los datos divulgados por Oxfam, casi la mitad está en manos del uno por ciento más rico de la población, y la otra mitad se distribuye, muy desigualmente, entre el 99 por ciento restante.

En noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín y en 1991 se desmoronó la Unión Soviética marcando el fin de una época. En cuestión de meses, la otrora superpotencia se disolvió sin que nadie pudiera ­preverlo.

La OTAN se independizó y hace varios años que toma sus decisiones al margen del pacto internacional representado en la ONU.

En febrero de 1992 se firma el Tratado de Maastricht, concebido como la culminación política de un conjunto normativo, vinculante para todos los estados miembros de la Unión Europea (UE), tanto para los futuros integrantes como para los estados firmantes en el momento del tratado. Una moneda única para 19 estados de los 28 que conforman la UE, y unas mismas reglas para 19 economías distintas. Como se probaría a partir de 2008, una unión monetaria sólo puede funcionar con una coordinación de política fiscal y una política exterior propia del conjunto. El resultado fue la conformación de una dualidad donde unas potencias, encabezadas por Alemania, hegemonizan a las naciones mediterráneas: Grecia, Italia, Francia, España y Portugal, las principales.

Por una década –la de los altos precios de las materias primas– muchos de los llamados países emergentes se defendieron en buena medida de Estados Unidos, pero con el hundimiento de los precios de esos bienes, están de vuelta en las relaciones de dominación internacional en las que han vivido sometidas.

Ha vuelto el modelo centro-periferia, pero reconfigurado. Ahora hay un centro ampliado, un anillo, por así decirlo, de naciones semiperiféricas –destacadamente los países mediterráneos–, y los de siempre.

En tanto, la crisis mundial sigue ahí, sin solución posible. Sólo alinear la masa de capital dinero que circula en el mundo, con la economía real, exigiría una hiperinflación inimaginable y un impacto económico y político difícilmente concebible. Para los capitanes del mundo la hiperinflación no sólo no es solución, sino que la temen como al demonio. Otra salida serían las guerras, el gasto billonario en destruir bienes tangibles. Es lo que está en marcha. Foreign Policy hace un recuento del que tomo algunos ejemplos: el conflicto en Siria es el más severo del mundo. En Turquía, en los últimos seis meses, el largo conflicto entre Ankara y los miembros del Partido de los Trabajadores de Kurdistán se ha llevado más de 30 mil vidas desde 1984. La guerra en Yemen, con una gran participación de Arabia Saudita y el respaldo de Estados Unidos, Reino Unido y los aliados en el Golfo, se desató en marzo de 2015 y no se le avista un final. Nigeria, Níger, Chad y Camerún se enfrentan a la creciente amenaza de Boko Haram. En los últimos seis años, el grupo ha pasado de ser un pequeño movimiento de protesta en el norte de Nigeria a convertirse en una fuerza poderosa capaz de efectuar ataques devastadores en toda la cuenca del lago Chad. Desde diciembre de 2013 Sudán del Sur vive inmerso en una cruenta guerra civil que enfrenta al ejército regular, que entre 1993 y 2006 supuso la muerte de 300 mil personas.

Al mismo tiempo machacamos al planeta.