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Máquina y laberinto de cosas
L

a ruptura provocada por los cuatro escritores fundamentales del boom en los años 60 del siglo pasado tuvo como beneficiarios más inmediatos a quienes pertenecíamos a la generación inmediatamente posterior. Eran maneras de contar novedosas, que abrieron nuevas compuertas en la estructura narrativa y en las formas del lenguaje, un fenómeno que no se daba en la lengua castellana desde los tiempos del modernismo, que creó innovaciones sustanciales en la prosa, aunque menos afamadas que las de la poesía.

Entre esos cuatro, García Márquez enseñaba que la fábula que vivía en nuestra memoria era inagotable, y que se podían contar las mentiras más desproporcionadas con rostro imperturbable; pero la fuerza de su influencia convirtió a no pocos incautos, o advertidos, en imitadores sin remedio. Había que cuidarse mucho de aquel veneno mortal que se inoculaba con tanta facilidad, porque se trataba de un estilo que se agotaba en su propio inventor con sus frases elípticas cargadas de imágenes sin mácula, de adjetivos engarzados como joyas raras, de sus aguaceros bíblicos y exageraciones bien medidas, una trampa inescapable aquella del realismo mágico, en la que se arriesgaba quedar atrapado para siempre.

Para Carlos Fuentes la novela era un sustituto eficaz de la historia pública, más allá del presupuesto de Alejandro Dumas de que la realidad es sólo el clavo donde se cuelga la novela; los infinitos recursos de la imaginación entraban en todos los resquicios de la historia, y podían suplantarla, de modo que la novela se leyera como si fuese la historia misma. Y de Cortázar aprendimos que la literatura era un mecano para armarse de las más disímiles y aventuradas maneras, hacer saltar la liebre del sombrero del mago, el juego de brincar sobre los números trazados con tiza en las baldosas convertido en metafísico; el más informal de los románticos, porque al final terminaba mostrando que en el fondo de su espíritu lúdico habitaba un poeta solitario.

Mario Vargas Llosa, el menor en edad de estos cuatro evangelistas que enseñaban la buena nueva de que una narrativa distinta y novedosa era posible en los inicios de aquella década sorprendente, marcó de manera eficaz, y sin obviedades, las nuevas maneras de escribir. Su estilo, más de medio siglo después sigue siendo el de un cronista de hechos, llano, preciso y económico, y su catálogo de atracciones para aleccionar a un aprendiz continúa presentándose variado y pródigo.

Uno podía pasar por sus enseñanzas sin marcas y sin huellas, y la experiencia temprana para un adolescente al abrir alguno de sus libros fundamentales de aquella época, empezando por La ciudad y los perros, era la de ingresar en un taller de escritura particular, un solo maestro y un solo alumno entregado al ejercicio de desmontar cada pieza, cada biela, cada resorte del mecanismo para darse cuenta de cómo estaba construido, y luego volverlo a armar. Esa máquina de laberintos y cosas de que habla Cervantes en El Quijote.

Al mirar hacia atrás, la experiencia de enfrentarse a un libro donde los acontecimientos se articulaban de manera simultánea perteneciendo a espacios y tiempos diferentes nunca fue compleja para el lector novicio, como puede parecer, y tenía, además, la atracción de que semejante estructura daba cabida a misterios a desentrañar. ¿Quién era realmente el Jaguar, el cadete de la escuela Leoncio Prado? Lo sabríamos a su debido tiempo, como en las novelas policiacas; pero su identidad estaba allí desde antes, escondida en el acertijo.

Al leer sabíamos que del otro lado estaba oficiando un escritor que experimentaba con sabiduría; otro joven, un tanto mayor y más diestro, alguien que nos hacía propuestas, y eso convertía el recorrido en una aventura cómplice que dependía de una carpintería minuciosa, de ajustes y ensamblajes justos, que no era nunca arbitraria. El aprendiz sabía que la novela se presentaba también como una propuesta matemática donde una de las reglas era la repetición ordenada de los procedimientos, de modo que se podía seguir adelante con toda confianza porque no había cómo perderse; se trataba de una experiencia desusada, pero donde el escritor demostraba que ejercía la responsabilidad de sostener la estructura sin arbitrariedades.

Se trataba de un acertijo, claro, pero con reglas. Y si entonces representó una nueva manera de escribir, también fue una nueva manera participativa de leer, como la que Cortázar proponía, y que no teniendo antecedentes en la lengua, cautivó desde entonces a no pocos lectores, entre quienes buscan ya no claves literarias, sino el goce mismo de vivir dentro de una novela.

Y no se trataba de lo cotidiano convertido en fábula, sino del registro de la experiencia narrada precisamente como cotidiana como si fuera la realidad misma, ni siquiera su espejo, con personajes del entorno contemporáneo del novelista que en La ciudad y los perros entran en escena robándose las pruebas de un examen escolar, el más común entre los actos extraordinarios, para comenzar una novela de catadura juvenil.

De allí en adelante los personajes que encontraremos en La casa verde y en Conversación en La Catedral pertenecen al mismo universo social de los cadetes del Leoncio Prado: soldados, patronas de burdeles, prostitutas y músicos, agentes de policía y periodistas gacetilleros, gente común y corriente elevada a la categoría excelsa de héroes de novela, dramáticos y picarescos, que hacen emerger de ellos mismos la épica a su propia medida, y cuya suma total no formará nunca una épica superior para la historia, porque la historia termina siendo siempre la decepción y la frustración.

Una literatura realista, que bien podría ser la de Flaubert, armada de otra manera que tampoco era la de Faulkner. Si el lector no encuentra marcas en su escritura, tampoco él las evidencia en cuanto a sus lecturas. La máquina de sus invenciones no dejó nunca de ser aleccionadora, y lo sigue siendo a través de un largo recorrido, que al llegar tan lejos, como ahora que celebramos sus 80 años de vida, tampoco ha perdido nunca su energía juvenil.

Masatepe, marzo 2016

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