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Juan Soriano: ángel y demonio
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Elena Poniatowska y Juan Soriano en septiembre de 1999Foto cortesía de la escritora
J

uan Soriano, el más querido de los pintores que nuestro país ha dado al mundo, nació en Guadalajara el 18 de agosto de 1920 y murió el 10 de febrero de 2006 en la Ciudad de México. Soriano trascendió al siglo XXI como lo que siempre fue, un pintor, un poeta plástico, un escultor, un hombre que cultivó la amistad de sus alumnos y de sus admiradores y amigos. Vivió en la intensa lucha de la creatividad y mantuvo el mismo afán, la tensa línea de trabajo que exige la creatividad y que él conoció desde su primer trazo, al hacer el retrato de su hermana Marta, en Guadalajara, a los 17 años. Fiel a sí mismo, no se falló y tampoco le falló a los demás.

Alberto Ruy Sánchez dice que: En uno de los más antiguos tratados sobre la pintura, Feng Shui afirmaba que sólo es apto para ser artista el que puede ver en la transparencia de la luz a seres y fuerzas que no todos ven. Juan Soriano vio la transparencia porque él también fue transparente. Sus retratos y autorretratos nos dan su visión translúcida y veraz porque nos vio sin complacencias. Quizá por eso Lupe Marín, su modelo, le dijo al ver su serie de retratos: Me pintas como si estuviera muerta y por eso también Lupe lo rechazó 17 veces, así como él pintó 17 retratos en una época de creación, pero también de pasiones y torturas. Nunca estuvo Soriano más angustiado que cuando pintó a Lupe, pero nunca se sintió más seguro de lo que hacía como en los años de 1961 y 1962.

Niño ocurrente y gracioso, para Juan Soriano la masa de las tortillas cobraba vida frente a sus ojos verde azules, de la misma manera que el Creador hizo a los hombres de maíz, según cuenta el Popol Vuh, porque si en el principio existió el verbo, el principio de Juan Soriano fue el color.

En 1933, Jesús Reyes Ferreira –brujo y pintor– tuvo en Guadalajara una tienda de antigüedades llena de santos de madera, exvotos de iglesia, bolas de cristal, crucifijos ensangrentados y palomas de papel de china. Chucho le enseñó a Juan los ángeles del arte colonial y guió su mano sobre la textura de las columnas dóricas, los canales de Amsterdam y le reveló el cambio de la luz en la piel de los muchachos, Juan ya había definido su homosexualidad. Luis Barragán le enseñó el rigor de los muros que caen a pique y Alfonso Michel la pastosidad de frutas y legumbres en sus naturalezas muertas. Pintó en el estudio Evolución bajo la dirección de Francisco Rodríguez Caracalla. Así como de niño había hecho títeres y un teatrito, hizo esculturas en yeso, papel maché y hojalata. En esa época las hermanas de Soriano, Rosa y Marta, posaron para él. Fueron modelos insuperables e imaginativas.

En 1934 participó en una exposición colectiva con otros alumnos de pintura, en el Museo Regional de Guadalajara. Lola Álvarez Bravo, María Izquierdo y José Chávez Morado vieron su obra en una exposición: Tienes madera de pintor, vente a la Ciudad de México. En 1935, Juan se trajo en un morral una camisa azul con bolitas blancas, unos pantalones, un libro de Gogol y un alebrije de Tlaquepaque. Tan pronto como llegué a la Ciudad de México, me puse a pintar. Al principio no logré nada, pero a veces sentía que daba un paso adelante, que había en mis cuadros mayor malicia que en los retratos de Guadalajara.

La malicia fue una de las grandes ventajas del carácter de Soriano, malició quién podría amarlo, quién tenía talento en México, quién lo ayudaría, a quién acercarse y años más tarde, después de Diego de Mesa, refugiado de la guerra civil de España, escogió a Marek Keller, empresario y político, capaz de convencer al más reacio de comprar una obra de Soriano y ahora capaz de levantarle un museo en Cuernavaca, contra viento y marea, en un estado tan conflictivo como el de Morelos, hoy por hoy gobernado por el narcotráfico.

En la Ciudad de México, Juan ingresó a la Escuela Nocturna de Arte para Obreros y tuvo como maestros a Emilio Caero y a Santos Balmori. La Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) lo invitó a exponer, pero a Juan la revolucionaria LEAR siempre le pareció espantosa y se dirigió a la Galería de Arte Mexicano en la calle de Milán, de Inés Amor, quien lo invitó a formar parte de su cuadrilla de pintores: Rufino Tamayo, María Izquierdo, Julio Castellanos, el muy joven Rafael Coronel, y así le abrió la puerta grande de la pintura mexicana.

Conoció a Xavier Villaurrutia y a Carlos Pellicer, quien lo llevó con otros muchachos a Tepoztlán y lo hizo treparse al Tepozteco. Conoció a Frida Kahlo y a su hermana Cristina, que aún no se peleaban por Diego Rivera; a la actriz Isabela Corona, a quien le hizo un estupendo retrato; a Rafael Solana, a quien le hizo otro retrato; a Octavio Paz y a Elena Garro, quienes entonces eran marido y mujer y discutían de la mañana a la noche; a Lola Álvarez Bravo, la fotógrafa. Todos bailaban en el Leda con Lupe Marín y los refugiados de la guerra de España se reunían en el Café París con los mexicanos que aún no adquirían la costumbre europea de cafetear. Iban al Tenampa, hacían fiestas memorables, se disfrazaban, reían, hablaban de Europa y del día en que Franco moriría. Ha pasado un día más y todavía no muere Franco. David Alfaro Siqueiros intentaba pintar con piroxilinas y materiales ultramodernos y María Izquierdo vivía la mejor época de su carrera.

Juan trató a los Contemporáneos, sobre todo a Xavier Villaurrutia y a Gilberto Owen. Soriano una tarde se enojó conmigo cuando le pregunté –admirativa– cómo eran los Contemporáneos: ¿Qué les pasa a todos ustedes? ¿A qué viene tanta admiración? Eran igual a todos, no tenían mayor chiste, Novo engordaba día a día, chancleaba en su casa con pantuflas viejas, todavía no usaba peluca ni se maquillaba ni se ponía bisoñé ni se ensartaba 100 mil anillos en los dedos de la mano; Xavier Villaurrutia vivía con Agustín Lazo, que nunca fue un gran pintor; Gilberto Owen, harto de todo, se largó a Nueva York. Como lo dice Lupe Marín, lo único que hacían esos falsos genios era reunirse a comer queso y beber vino tinto para sentirse franceses.

De día, Soriano daba clases de dibujo en las escuelas primarias y de noche se iba de pachanga con los amigos. Era el más joven y el más ingenioso y vital de los invitados a la fiesta. Se daba a querer y a su vez quería amar porque si algo sabe Juan Soriano es hacer amigos. Niño que cae al abismo y sale intacto, de todos los pintores y escritores de esa época, Juan Soriano fue el que corrió más riesgos, atravesó varios precipicios y salió indemne porque podía, con gran naturalidad, entrar y salir del mundo.

Maestro de desnudo en la Escuela de Pintura y Escultura La Esmeralda, cuyo director era Antonio M. Ruiz, El Corcito, en esa época nació su pasión por la escultura e hizo varias cerámicas en el taller de Francisco Zúñiga, como habría de hacerlas al final de su vida en el de Sebastián, el discípulo de Mathías Goeritz.

Soriano no pertenecía a ninguna corriente pictórica, era autodidacta, él mismo construyó su propio esqueleto, esculpió sus animales, sus figuras mitológicas, sus encuentros eróticos, sus cuerpos que dibujó primero y luego hizo descansar para despertarlos y darlos a luz ya maduros.

Los pinceles que usaba Juan Soriano no los venden en ningún lado, el Arcángel Gabriel y el mismo Lucifer se los traían, por eso Soriano fue un ángel-demonio, bondad y malicia, llanto y risa, besos y patadas, frivolidad e ironía, asombro y certeza, alto grito amarillo diría Octavio Paz, pincelito bailador en un jarrito de Tlaquepaque. Nos sonríe desde algún lugar del cielo o del infierno con sus dientes de caballo, esos dientes que mordieron la vida antes de que la vida lo devorara a él, lo pintara al óleo y lo cincelara en piedra y bronce en esculturas –toros y palomas, soles y lunas– que esperan frente al Auditorio y otras plazas públicas de las grandes capitales a lo largo y a lo ancho de la tierra mexicana.