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El libro de las delicias
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i este 2016 El jardín de las delicias se abre de par en par en el Museo del Prado para conmemorar el quinto centenario de la muerte de El Bosco, el libro de Laura Restrepo –inspirado en ese tríptico– es una réplica en papel que se ofrece a nuestros ojos para deleitarnos con una prosa que por momentos nos quita el aire y nos obliga a levantarnos en busca de un vaso de agua, el único capaz de interrumpir la lectura.

Un epígrafe es una advertencia, una indicación que elige Laura Restrepo en su Pecado parecida a la de Dante en las puertas del Infierno: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate. Laura no elige a Dante, porque lejos estamos del Paraíso-Infierno medieval y nuestro siglo XXI se caracteriza por su confusión de valores como el cambalache del tango. Quizá por ello la novelista toma una cita de Emmanuel Carrère: Pensé que escribir esta historia sólo podía ser un crimen o una plegaria.

En El adversario inspirado en Jean-Claude Romand, el francés quien mató a su mujer, sus hijos y sus padres a sangre fría en 1993 y luego intentó suicidarse, Carrère se pregunta hasta qué punto está permitido revelar por medio de palabras algo tan atroz. Algo más nos sugiere este epígrafe porque Jean-Claude Romand mató para encubrirse.

Durante años mintió a sus familiares y amigos haciéndoles creer que era un prestigioso investigador en la Organización Mundial de la Salud, cuando no había terminado la carrera de medicina y vivía de vender falsos medicamentos contra el cáncer. A punto de la quiebra y del descubrimiento, Romand se decidió por el asesinato porque ellos no soportarían la verdad. ¿Lo suyo fue un crimen o una plegaria? Hanna, la protagonista de El lector de Bernhard Schlink, prefiere la cárcel a confesar su analfabetismo y canjea el crimen por la plegaria. Así, los lectores de Pecado (a partir de ahora llamados peccatores) ingresamos a este libro de las delicias con un bajo aviso no hay engaño. Entre paraíso (pecado) e infierno (castigo) sólo hay un paso como lo pinta El Bosco y lo confirma nuestra autora: “El castigo es la otra cara del pecado; su reproducción exacta pero invertida. Por otro lado, placer y pecado son equivalentes. Ergo ¿placer y castigo son intercambiables?”

Irina, la narradora, es nuestra guía. Observa El jardín de las delicias en el Museo del Prado y se encarga de abrir la primera ala del tríptico en Pecata mundi (1) y de cerrarlo en Pecata mundi (2). En medio se levanta el jardín propiamente dicho: siete relatos, como siete días de la semana, siete notas musicales, siete maravillas del mundo, siete sabios de Grecia, siete pecados capitales y siete virtudes que son su reverso, siete es el número perfecto en la Cábala como perfectos son los siete relatos aquí reunidos.

A cada pecado corresponde un castigo, todo paraíso conlleva su infierno como el que corrompen las tres Susanas. ¿Son las tres virtudes teologales impuestas por la Susana mayor, la Santa Madre Iglesia custodiada por Felipe II, el rey obsesionado con El jardín de El Bosco? ¿Son las tres carabelas que llegan a descubrir el nuevo mundo?

El contexto de los relatos es también su simbolismo porque sobre el pecado de adulterio se montan los prejuicios sociales y raciales de un idilio que termina en tragedia y arrastra a todo un pueblo. Trágico final, como el de Pedro Páramo de Rulfo o el del legendario Macondo de García Márquez a quienes nos remiten algunos párrafos de Las Susanas: “Por esos días se soltó a llover locamente, el cielo se deshizo en agua, el sol se escondió como si estuviera avergonzado (…). Y fue entonces, en medio de ese clima húmedo y de tensa incomodidad, cuando Señora Susana presentó los primeros síntomas. Se le estaba olvidando hablar”.

Al ritmo de salsa, champeta, bongó y guaracha nos abraza Laura Restrepo en este primer encuentro en el que la moraleja es: No hay manzana que no venga envenenada. Y de inmediato, sin respiro, entrega la historia del incesto entre una jovencita y su padre, una Lolita ingenuamente perversa y condenada a escoger de nuevo a su padre en cada uno de sus galanes. ¿Por qué este relato causa tanto rechazo, si a lo largo de las 347 páginas del libro hay sangre, crímenes atroces y confesiones repugnantes? Quizá porque en él se vislumbra la tesis de Laura Restrepo de que Paraíso-Infierno son como el Águila o Sol de la moneda mexicana: Por alguna razón, yo no me sentía incómoda con lo que estaba pasando. Yo era básicamente una muchacha enamorada, enamorada perdida de ese hombre que estaba con ella.

No hay pecado ni tabú que sorprendan al lector, la protagonista hace el amor con su padre y lo observa masturbarse como algo natural y agradece que nunca eyacule y se desespere a dale y dale como un poseso porque la procreación marcaba con fuego el límite del límite, el bestial final del juego. La culpa y la separación llegan cuando toma conciencia porque se observa desde afuera en tanto que protagoniza El jardín de las delicias y arrepentida vuelve la copia de la pintura contra la pared.

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Laura Restrepo, el pasado lunes, durante una entrevista con La Jornada. La escritora colombiana habló de Pecado (Alfaguara), su novela más reciente, inspirada en El jardín de las delicias, de El BiscoFoto Cristina Rodríguez

El crimen es quizá el pecado al que más acostumbrados estamos los ciudadanos del siglo XXI; en México es pan de cada día, caminamos sobre una alfombra de huesos viejos y de otros muy recientes. Laura Restrepo lo evidencia en tres ejemplos: Arcángel, un sicario que en su tatuaje muestra a la única, la madre, su madre y la de todas las sociedades latinoamericanas: Madre no hay sino una, padre es cualquier hijueputa. La Viuda, un verdugo que cae en la trampa de la piedad y Emma una mujer harta de ser maltratada. Los tres cargan con el juicio de una sociedad que los llama bestias y ogros pero sabe que nada es más fácil que cruzar el límite que separa a la víctima del victimario.

Los otros dos relatos se ocupan del adulterio y la soberbia en la figura del banquero Luicé Campocé y el borgiano Siríaco. Al ejecutivo exitoso, padre y marido ejemplar, Luicé Campocé de olor a rosas invisibles se le presenta la oportunidad de adulterio con una amante a la que no ve hace 40 años, pero la decepción lo regresa a los brazos de su esposa, al comprobar que el tiempo destruye cualquier sueño.

El Siríaco es un extraordinario ejemplo de la soberbia en la que caen figuras públicas y profetas que se creen santos. ¿No es la humildad la otra cara de la soberbia y por tanto su equivalente? El sarcástico final del relato lo comprueba y sería fácil calificarlo de digno homenaje al autor de Las ruinas circulares, porque al durmiente que sueña con El Siríaco hay que sumarle el Siríaco que sueña que es venerado por otros que a su vez sueñan con otros.

No sólo el cuento de Laura Restrepo mantiene en vilo al lector, sino cómo lo cuenta. Su manera tropical de escribir como quien toca el bongo, como quien junta las palabras con la cadera, como quien va arrimándolas con los pechos, con los muslos, barriéndolas con los cabellos y embarrándoles los vellos y los humores de una piel caliente y exacerbada, cimbra a cualquiera que la lea. O la baile. O la cante. O la escoja para poseerla o para venirse.

Su literatura incita y nos avienta a una prosa nada fácil que recuerda a la de Luis Rafael Sánchez, el de La Guaracha del Macho Camacho o a la de Guillermo Cabrera Infante, sobrada piña madura tasajeada por una serie de guiños literarios. Baste mencionar la alusión a Philip K. Dick y su festejada novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (una frase de su verdugo es la misma que la del final de la película Blade Runner, basada en la novela de Dick), cuando el propio verdugo cita a Cesare Pavese y nos previene, todo encuentro casual es una cita extraído del cuento Deutsches Requiem, de Borges, incluido en El Aleph.

Laura Restrepo se desliza como pez en el agua y nada a grandes brazadas calientes de un extremo de la piscina de la Biblia, a San Juan de la Cruz, Bocaccio, los santos Padres de la Iglesia, Nabokov, Truman Capote, Gabriel García Márquez, Jorge Amado (su clavo y canela en las tropicales Susanas no es casual), Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Osvaldo Soriano, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, José Juan Tablada, la leyenda de La Llorona, el inframundo budista o Naraka (la isla prohibida en las Susanas), las Mujeres asesinas de la argentina Marisa Grinstein. Pecado exige un lector cómplice, un coautor, que sufra en carne propia los desaguisados y horrores de estos peccatores que a diario se nos aparecen a la vuelta de la esquina.

A este juego hay que agregar el excelente manejo de la seducción, porque creemos que Laura nos está contando la historia sólo a nosotros y de golpe y porrazo caemos en la cuenta de que apenas somos unos voyeurs o una señora en su balcón que recorta al prójimo o una intrusa o una sobrante o una inútil o una lombriz de esas que hacen un túnel en la vida de los demás, como los ahogados de Hyeronimus Bosch en las miasmas del pecado, horribles peces que todavía boquean y cuya ansiedad alcanzamos a percibir unos minutos antes de que se hundan en las aguas lujuriosas no de Pasolini, sino de Laura Restrepo.

Irina, nuestra guía por los senderos del paraíso-infierno, abre y cierra este libro de las delicias y sueña llevar entre sus brazos a un rey obsesionado por el tríptico de El Bosco, Felipe II, que ya no le pesa. Avanza sin saber a dónde. Después de leer Pecado también nosotros habremos perdido el rumbo o la rumba. Quizá lo peor sea perder la rumba a la que nos invitan la prosa y la jugosa creatividad de Laura Restrepo.