21 de mayo de 2016     Número 104

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada
 

Los fundadores; entrevista con Per

Per Anderson y Martín Vinaver fueron los fundadores de La Ceiba Gráfica. Ellos encabezaron las labores de gestión del comodato de la Ex hacienda de La Orduña, la obtención del capital semilla que sirvió para los dos primeros años del proyecto y la rehabilitación de la hacienda. Hoy día el artista veracruzano Vinaver continúa siendo parte de la asociación civil de La Ceiba y difunde la labor de este proyecto en Europa.

El sueco Per Anderson, por su parte, sigue en La Ceiba Gráfica, emocionado con sus nuevas ideas; el naciente Museo Vivo del Papel lo tiene muy ocupado, y en una muy amplia entrevista con La Jornada del Campo habla de todo, desde su niñez –cuando conoció y gustó de una vida campesina sencilla y sustentable–, hasta los pasos que ha dado para lograr que la litografía recupere espacios en México, y eso con insumos, materiales y equipo hechos en la propia Ceiba.

Per Anderson, quien también nos cuenta de la influencia de sus sueños en su vida y la visión sustentable, es maestro litógrafo, tiene 46 años en México, está casado con una mexicana y tiene dos hijos y una hija mexicanos; sus ansias por escudriñar todo hasta el fondo, tal como hace para conocer los secretos y mecanismos de las máquinas, lo han llevado a encarar fallas y ausencias que había en la litografía de nuestro país. Presentamos la entrevista con Per de manera segmentada.

La llegada de Per Anderson a México

Aprendiendo de nuevo a vivir

“Llegué aquí en 1970. En el 68 había estado muy activo en Europa, en medio de las revueltas estudiantiles. Siempre estuve jalado a la izquierda y buscando solidaridad en América. Al llegar a México lo primero que hice fue irme a vivir a Ciudad Neza. Y es que me habían dicho que ‘los hijos de Sánchez’ ya no vivían en Tepito, sino en Neza. Yo había leído Los hijos de Sánchez, de Óscar Lewis. Allí me conecté con guerrilleros de Guatemala. Por lo menos estuve seis años haciendo labores: ellos necesitaban casas de seguridad, yo les hacía hasta las viñetas del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). Estaba ligado con ellos, entendía su lucha y los canalicé con autoridades suecas. Olof Palme tenía una visión noble, muy benigna hacia los movimientos guerrilleros en aquel entonces. Yo lo hacía por convicción, no sé actuar de otra manera. Si tú no obedeces a lo que crees, te vuelves una piltrafa. Es importante comportarte en congruencia con tus ideas. Eso me marcó mucho esos años en México.


FOTOS: La Jornada del Campo

¿Por qué vine a México? Por ese entonces tenía yo una serie de dudas. No podía explicarme bien la mirada. Tenía un maestro de arte en Estocolmo que nos enseñaba las leyes de la perspectiva. Durante un semestre entero estuvimos aplicando esas leyes, pero al final nos dijo: ‘Esto es cierto sólo bajo ciertas condiciones: que tengas un solo ojo abierto y que no te muevas de lugar`. Pero, pensaba yo, qué tal si comienzas a moverte y tener dos ojos que miren el mundo… Las leyes de la perspectiva no te explican lo que ves’. Y entonces vine a México con todas estas dudas. No vemos la realidad, sólo la interpretamos y en este proceso caben muchos equívocos, muchas maneras de equivocarse. Aquí me puse en contacto con el arquitecto José Luis Serrano. Él había publicado en 1933 un libro llamado La perspectiva curvilinear y lo busqué en la biblioteca de la UNAM, allí estaba. Busqué a David Alfaro Siqueiros, incluso cuando estaba trabajando en el Polifórum. Yo tenía la idea de que la perspectiva curvilinear era la neta. Me paraba en el centro de la plancha del Zócalo y me inclinaba para mirar entre mis piernas, sin dejar de mirar, para captar con esa perspectiva la Catedral. Pensaba y pienso que hace falta transformar la forma en que empleamos nuestros ojos y para eso se requiere educación. Si a todas las cámaras fotográficas se les reemplazara el lente por un gran angular, estaríamos habituándonos a esas visiones donde las líneas no son rectas sino curvas. Todo estaría formando parte de un sistema curvilinear. Y así estaba yo tratando de hacer cuentas claras con una cosa tan sencilla como abrir y cerrar los ojos. ‘¿Qué viste?’, me preguntaba. ‘A ver, explícalo’. Es muy complicado porque es un proceso de interpretación. Aun hoy estos temas siguen siendo de mi interés.

“El 2005 se proclamó el año de la física cuántica, que vierte una cantidad de ideas impresionante, y que cuestiona mucho nuestras ideas sobre el mundo. Por ejemplo en las cosas materiales hay una cantidad de átomos que en su mayoría resultan puro espacio vacío. O la percepción duplicada, que muestra que una cosa puede aparecer en dos sitios al mismo tiempo. Y es que la percepción visual está compuesta por miles y millones de impulsos electroquímicos que bombardean nuestro centro visual del cerebro, pero de ello le hacemos caso a menos del uno por ciento, que es con lo que escudriñamos la realidad. Entonces ¿qué hacemos con el otro 99 por ciento? Si uno piensa esto, el mundo se le tambalea, pues si viéramos de otra manera tendríamos una perspectiva muy distinta. Tendríamos que dudar y poner a prueba muchas cosas de la percepción. No es algo que me abrume demasiado, pero es cierto. Debemos dudar, tener un ojo crítico y entender que uno interpreta la realidad, no la ve de manera directa ‘tal como es’. Uno interpreta y dependiendo de los parámetros con que lo interprete, será la conclusión. Entonces lo que percibe una persona puede ser muy distinto a lo que percibe otra. Las variables en la vida son demasiadas y esto pone de cabeza todo lo demás.

“Al venir a México yo quería probar. Probar qué ocurre si de repente caigo en un continente donde no se habla mi idioma, donde no conozco a nadie, no sé de nada, ¿qué pasará conmigo?, ¿qué tendré que hacer para aclarar mi perspectiva?, ¿cómo comienza uno a funcionar cuando está en medio de la nada y desconoce todo? A nivel consciente, ¿cómo te haces de los conocimientos para ser una persona socialmente útil o funcional? Quería recrear este proceso que normalmente adquirimos de niños, que desde antes de crecer ya tenemos, este sistema aprendido de percepciones de sonidos, de ritmos, etcétera. Todo el tiempo estamos corrigiendo visiones, todo el tiempo estamos aprendiendo cómo se llama esto, cómo se dice lo otro. Y crece el estado de conciencia. Eso transcurre sin que tengas aparatos reflexivos que lo ponderen. Entonces llegas a la edad adulta y un día te preguntas ¿qué soy?, ¿cómo es que llegue a ser lo que soy? Así, yo dudaba entonces radicalmente sobre todo. Y me dejé caer en un continente distinto, en un mundo donde todo me era desconocido y no conocía a nadie. Vine en un barco, desde Bilbao hasta Veracruz. Y llegué con las páginas en blanco, de modo que tuve que ir construyendo mi conciencia día tras día.

“Tenía que hacerme preguntas de todo. ¿Qué significa la palabra ‘pronto’? En las noches veía el diccionario y en un cuaderno anotaba. Si una vitrina en grandes letras decía ‘oferta’, escribía ‘oferta’ y en la noche lo consultaba. Y así. Esto fue algo que me enseñó mucho. Y me soplaba viajes largos desde Neza hasta Ciudad Universitaria. Porque me gustaba ir a ceú y escuchar las pláticas sobre estética de Joaquín Sánchez Mc Gregor o de Justino Fernández. Tomaba el trolebús desde San Juan de Letrán hasta allá, era un viaje muy largo.

“Todo en México me fascinaba. Si había un cristal roto y le habían puesto un bodoque de papel periódico para taparlo me parecía fantástico. Y si el foco estaba pelón, pelón, sin ninguna pantalla, ¡guau!, me encantaba. En Suecia todo esto era difícil de imaginar, difícil pensar que las cosas podían ser y se podían hacer de otra manera. Me ha gustado mucho estar en México. Aprendí muchas cosas. Reconstruí mi mentalidad. Pensé que me quedaría solo un año. Pero aquí estoy y el viaje dura todavía. Volví a Suecia nada más para unas cuantas exposiciones. Cuando regresé la primera vez ya habían transcurrido tres años, fui a exponer pero tenía la idea clara de que me iba a regresar a México.

“Y en México nunca terminaba de aprender. Vivir en Ciudad Nezahualcóyotl era una experiencia. Llegué a una casa que estaba construida con tabicón gris. Ahí tendí unas vigas y un techo de cartón y esa era mi casa. Empujabas la pared y podía caer. Y había un nivel bárbaro de violencia, de deslealtad entre vecinos. Vivía en un terreno chiquito, de ocho por 12 metros. Una señora era la dueña y tenía dos hijas; cada vez que esta familia salía, los vecinos saltaban la barda y vaciaban todo: robaban radio, máquina de coser…. Y entonces esta señora le daba permiso de vivir allí a otra que tenía seis hijos y un marido que era bracero y que venía sólo los fines de año. Esta señora era custodio del lugar. Era analfabeta, y yo les daba clases a sus hijos. Tenían sus horas para estudiar y sus tareas. Les decía: ‘a ver, ¿cuál es tu libro?´, y me daban el de texto de primaria. Yo aprendía el idioma enseñándoles a ellos. Entre semana iba a la Academia de San Carlos, tomaba el camión 45, que bordeaba el Aeropuerto, pasaba por la colonia Moctezuma y entraba al centro donde estaba San Carlos. Estaba yo como alumno oyente. Los domingos tenía que abandonar mi casa porque había demasiado ruido. Todos los vecinos tenían la manía de subir su tocadiscos a la azotea y a todo volumen. Era una guerra estridente, insoportable. Llegué luego a la colonia Roma, y qué diferencia: paredes pintaditas, azulejos decorando las bardas, limpiaban las banquetas con chorros de agua… No, hombre, era demasiado. Y yo pensaba en Neza y me decía `No puede ser, no puede ser`. Pero pronto me sentí muy bien, allí es donde yo tenía que estar.

“Por aquel entonces yo tenía una concepción maoísta y pensaba que así como hay médicos descalzos hay pintores descalzos y que ir a trabajar al campo era la mejor forma de estar en la realidad y de hacer lo justo. Así que hice contacto con los guerrilleros y luego con otros compañeros íbamos a pintar casas en los pueblos. En realidad enjarrábamos, aplicábamos esa pintura de barro con cola de burro. Pero también tratábamos de llevar conocimientos de diseño y pintura al medio rural.

“En Suecia todo estaba regalado, todo estaba dado, los talleres de gráfica estaban perfectamente equipados, todo estaba de alguna manera previsto. Y viviendo allá me había nacido una duda: ‘se me hace que no estoy viendo lo que estoy viendo’. Dudaba de la percepción. Pero no sólo de la percepción hacia afuera, sino también de la interior. Y entonces me decidí a arriesgar, a hacerme un experimento. Llegar a un lugar donde no conociera a nadie, donde no me esperaba nadie. Y conforme vivía en México la experiencia me parecía cada vez mejor. Me gustaba porque me enfrentaba a circunstancias y problemas nuevos que tenían que ser interpretados y entendidos. Cosas que no eran como las que había conocido antes en Suecia.

“Yo disfrutaba mucho este proceso, me construía. Sobre todo porque después descubrí una cosa. La descubrí por medio de mi almohada, que es muy chismosa; le pregunto algo en la noche y me lo contesta al día siguiente. Y así descubrí que tengo un don: la capacidad de resolver problemas. Y en México había y hay muchas necesidades, muchos problemas que resolver. Esta habilidad no era requerida en Suecia, ahí nadie me preguntaba si podía resolver una cosa u otra.

“Aquí llegué a los talleres de San Carlos como oyente y vi grandes vacíos, grandes huecos. No era como los talleres gráficos de Suecia, que estaban súper equipados. Aquí faltaban un montón de cosas, entonces remediar estos vacíos fue algo que primero me paralizó, pero poco a poco fueron dándose respuestas. Cuatro años después, cuando comencé como maestro de litografía en la Universidad Veracruzana, el problema que se me planteó era muy concreto ‘¿para qué estudian mis alumnos litografía si después no van a poder montar sus propios talleres para practicar los conocimientos adquiridos?’. Entonces desde el primer día que entré como maestro comencé a buscar soluciones, opciones, diversas estrategias tecnológicas. Y esto fue clave, marcó un camino. Mi tarea en la Universidad Veracruzana inició en 1974 y aunque con interrupciones he seguido ahí.”

Vida campesina

“De chico mis padres y yo vivíamos en Malmó, a donde ellos habían llegado de Estonia como refugiados de guerra. Y sabían del campo pues mi padre era agrónomo especializado en lácteos. Pero mi identificación con la vida campesina me llegó gracias a Nils, un vecino que con su hermano cultivaba cuatro hectáreas. Nils tenía 50 años y yo siete pero me pasaba el día con él. Tenían de todo, granos, hortalizas, ganado… Hacían rotación y abonaban el suelo preparando compostas con cosas naturales como las algas. Producían para comer y para el mercado. Hacían de todo: horneaban pan hacían tapetes… Con ellos aprendí que puedes hacerlo todo empleando lo que tengas disponible. En esa época yo les decía a todos: ‘cuando sea grande, quiero ser campesino’. Aunque luego me vino el deseo de ser artista y a los 15 años ya tenía mi vocación artística muy declarada.

“Años después, ya en Veracruz, tuve una cierta crisis conceptual. Me dije: ‘Oye, vas por el arte como en patines y ya no consultas las profundidades de tu corazón. Estás convirtiendo el arte en un espectáculo comercial’. Entonces, ¡ah!, recordé que tenía un pendiente en mi vida: que yo había querido ser campesino como Nils. Y me compré un rancho en el municipio de Tatatila, en el centro veracruzano. Y estuve siete años ahí, dedicado a la agricultura. Para eso estudié al teórico de la biodinámica Rudolf Steiner. No seguí a profundidad todo lo que propone, pero su perspectiva orgánica me quedó muy clara y me permitió entender lo que pasaba a mi alrededor. Y es que el pueblo era un desastre: había 25 por ciento de mortandad infantil, 30 por ciento de analfabetismo… entre otras cosas porque eran muy malos para trabajar la tierra. Ese pueblo había sido de arrieros. Originalmente vivían a la altura de mil 900 metros, pero bajaban a mil metros donde se abastecían de aguardiente, panela, frijol y jabón y subían eso en los animales. Era un trayecto de muchas horas. Entonces en un punto intermedio nacieron ranchos. Y lo hicieron por la necesidad de dar descanso a los animales, no porque fueran buenos agricultores. Comenzaron por quitar los árboles y la erosión se soltó en automático; con pendientes muy fuertes, la devastación de la tierra fue tremenda. Tanto se perdió de suelo que una vecina, doña Chucha, me decía: ‘en estas tierras cuando era chica rodábamos hechas taquitos, en cambio si lo hiciéramos ahora nos descalabraríamos por las piedras grandototas que se asoman’. ¿Cuánto se había perdido de suelo? Muchísimo y en un periodo de 70 años. Decían también que una señora, doña María, tenía en el pasado cien gallinas y una docena de puercos que no podían acabar todo el maíz que les tiraba al patio. Entonces su cosecha alcanzaba para eso y más. Hoy ese mismo rancho a lo mucho tiene cuatro gallinas y el maíz no les alcanza ni para cinco meses.

“Yo observé eso y para revertirlo puse en práctica las terrazas. Sembré árboles frutales y por medio de estacas jalaba cada año un poco de la tierra de arriba hacia abajo e iba ampliando la superficie terraceada. Nunca utilicé una máquina, nunca hice una gran inversión. Eran dos hectáreas, y en cada terraza hacía yo composta con gallinaza que traía en costales desde Xalapa. Primero clavaba seis estacas, luego ponía una capa de basura de chapeo, un poco de tierra, un poco de gallinaza y otra vez una capa de basura de chapeo, tierra y gallinaza... Cuando lo tenía elevado a una cierta altura, sacaba los seis postes y esperaba a que lloviera un poco para que diera humedad. La humedad y el aire hacen que ocurra una rápida transformación. Claro que estaba feliz haciendo esto. Incluso compré una vaca para proveerme de materia orgánica con su excremento. Y leí más libros de Steiner y consulté sobre lugares donde se practica la agricultura orgánica. Cuando los frutales empezaron a fructificar, en vez de sacar la ciruela fresca al mercado, la convertíamos en mermelada y así se comercializaba. Vendíamos miles de frascos en tiendas en Xalapa. Esos siete años de hacer agricultura fue un tiempo de reflexión, de buscar que las cosas tuvieran sentido. Mis vecinos me observaban, ‘ah, don Per, ¿qué está haciendo?’, decían. Y me preguntaban si tenía lumbre en la composta porque en las madrugadas podía salir humo por el calor que se generaba. No se convencieron. Decían que los cerros se desgajaban y sus tierras estaban erosionadas por castigo de Dios.

“Traté de convencer a los vecinos del manejo ecológico y algunos me hicieron caso. Pero al poco rato volvían a lo mismo. Solo había una familia que sabía hacer las cosas, la de don Pancho. Los abuelos de él habían puesto una cerca de piedras –un tecorral–; al principio era chiquita, pero cada le vez aumentaban las piedras, simplemente apilando allí. Y se convirtió en el mejor lugar para la milpa. Da fantástico porque acumula año con año materia orgánica y es como una bolsa muy fértil. Tiene una excelente cosecha. O sea, el pueblo también pudo haber dado crédito a la finca de don Pancho. Es un ejemplo muy bueno, 70 años de hacer lo mismo y acumulando una cantidad importante de materia orgánica y demostrando... Pero no, y este pueblo es uno de los más pobres del mundo pues sus ingresos per cápita no pasan de 1.5 dólares, hay un grado muy alto de analfabetismo y una mortandad infantil tremenda. Pero Dios es grande y ayuda, pues resulta que la pendiente que deslavó las tierras también tiene ventajas. Le dicen al niño ‘ve a traer un litro de aguardiente de las vigas’. Y el chamaco corre, sube y trae el aguardiente. Y con este ejercicio y completando la poca comida con quesito y con ciruelitas, higos, manzanas o nueces de Castilla crecen bien. En el pueblo no hay un solo gordo. O sea que pese a todo las circunstancias les favorecen. Medida en lana su pobreza es de las peores del mundo, pero su condición física es fantástica.”

Otra vez el arte

“Yo le había puesto un alto al arte. Y lo hice porque comenzaba a ganar dinero, premios, y me parecía que si no empeña uno todo el corazón en lo que uno hace, mejor no hacerlo. Y porque he jurado que el arte es el espacio más sagrado que hay en la vida y no debe convertirse en un espectáculo comercial. Que hacerlo es traicionarse uno mismo en una forma muy gacha. Entonces lo detuve y me fui de campesino. Las vivencias de siete años en el rancho fueron muchas, muy fuertes. Pero un día regresé a pintar, regresó mi convicción por el arte. Y como artista entré a una etapa de cinco años muy introspectivos. Nadie me podía ordenar más que mi voz interna: vete por aquí, por acá… Yo obedecía a un deseo profundo. Y esta voz profunda me iba marcando el camino, como si estuviera yo con un sicoanalista, cada 15 días en un diván desembuchando lo que hubiera que desembuchar y enfrentando sombras, demonios, fantasmas…

“Y fui muy obediente. Lo único que tenía prohibidísimo en esto de hacer imágenes era decir mentiras. ‘Sales con una mentira y te tacho de la lista. No vuelves conmigo’. Eran órdenes muy claras las de mi voz interna. Y yo, obediente, nada más le daba expresión. Esos cinco años, duros, quedaron muy registrados. Tengo un libro de cómo se dio la secuencia entera. En un principio estas introspecciones eran reclamos muy fuertes. Me tenía que gritonear la voz interna. Pero como fui obediente e hice caso, empecé a establecer una relación más normal con ella. Fue entonces cuando vino mi sueño sobre Veracruz.”

Per tiene tres hijos: Víctor y Fedra. Y tiene una relación de pareja de más de dos décadas con una reconocida ceramista, la mexicana Elsa Naveda, con quien tiene un hijo, Leo, que estudia ingeniería mecatrónica.

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