Opinión
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Mar de Historias

Dos imágenes

Ejército amarillo

I

E

n el escritorio junto a la ventana tengo un tazón lleno de lápices Mirado del número 2: objetos cien por ciento de fiar y con una muy especial vocación de servicio. Esbeltos, amarillos como girasoles en plena floración, entre todos forman una cerca que no deja escapar mi infancia. Días de escuela, asombros, momentos de tedio, ingenuas confesiones en el cuaderno, cuyas páginas empezaban con fechas que nunca más serán y corresponden a un lunes perezoso, un jueves como tantos, un viernes que le puso punto final a una semana interminable, un domingo de esperanzas inútiles, de aguardo y llanto.

No bastan para borrar esa palabra –llanto– las gomas de mis lápices. Esos apéndices esponjosos y rosados me recuerdan los poco atractivos zapatos con suela de hule que asordinan el eco y el ritmo de los pasos. En sus funciones originales, las gomas actuaban como magos que en dos por tres hacían desaparecer –segundos antes de que fueran descubiertos por otros– errores, osadías y pequeños desquites.

II

Sus puntas grises son afiladas lanzas con que libran muchas batallas, entre otras contra la desmemoria. Conquistaron el triunfo con facilidad, podría decir que a ojos cerrados, basándose en el método que aplicaron en días lejanos para ayudarme (ayudarnos) a memorizar que la v de vaca no es la b de burro y la s de sopa no es la z de zarza; a concederle la mayoría de edad de la n poniéndole bigotes y de ese modo convertirla en ñ; a descargarme (descargarnos) del peso de un fracaso obligándolo a salir de su escondite, desdoblarse y avanzar sobre las rayas del papel como un equilibrista que anda sobre la cuerda floja.

Al igual que el resto de los lápices, los que conservo en el tazón de mi escritorio son comedidos, sensatos, no quieren disfrazarse de nada ni presumen de sus conocimientos, aunque tienen muchos y diversos: saben de literatura, algo de métrica, geografía, historia y hasta de matemáticas. Cuando se lo proponen dibujan bien. A solas, entonan canciones muy hermosas que tienen los registros de la infancia.

Dos tiempos

I

En el escritorio, atestado de notas y libros que son buenos propósitos de lectura, conservo dos recortes de periódico. En uno se ve a un policía que retira el cadáver de un niño sirio ahogado en Bodrum (Turquía) en septiembre; en el otro, aparece Emma, la italiana que acaba de cumplir ll6 años y está considerada la persona más longeva del mundo.

En la primera imagen, el uniformado, un hombre que parece muy alto, camina sobre la arena despacio, como si no quisiera despertar al niño que lleva en sus manos y está muerto. Del cuerpecito exánime sólo pueden verse el brazo izquierdo sobre el pecho, los pantalones oscuros, las piernas ya sin fuerza y los tenis empapados por las aguas del mar Egeo.

Ese niñito, del que no logro recordar el nombre, fue uno de los cinco menores que perdieron la vida en el desastre. No vi sus cuerpos desmadejados, ni sus ropas, pero los reconozco en mi niño de apenas tres años. En tan breve tiempo ¿cuánta vida cabe? La que puede consumirse en 36 meses: casi nada. Me gustaría sustituir el amargo destino de ese niño por una vida larga, aunque inventada. Empezando por figurarme que llegó con su familia en la isla de Kos, asiste a una escuelita improvisada, empieza a hacer amigos, se deshace en preguntas todo el día y por la noche duerme tranquilo porque ignora lo que significan palabras como emigración, naufragio, miedo.

Instalado en su nueva vida, mi niño pronto cumplirá cuatro años. Es alto para su edad. Hará falta comprarle pantalones más largos que no se conviertan en sudario y tenis más grandes de los que nunca escurra agua del mar Egeo: allí se ahogaron su confusión, su soledad, sus lágrimas.

II

En el segundo recorte aparece Emma. La mujer que nació en l899 en la frontera italiana con Suiza. Es saludable, enérgica, lucha por conservar su independencia y protege a toda costa su intimidad: no permite que nadie la vea desnuda, así sean sus cuidadoras. Si está de buen humor, narra a los periodistas que la asedian (en un idioma tan inextricable como el latín, según aclara la nota del diario) lo que recuerda de su vida: trabajó desde los 12 años en una fábrica de arpilleras, en 1926 se casó, tuvo un hijo que se le murió a los seis meses de nacido; en l938, con riesgo de ir a la cárcel, optó por separarse de su esposo maltratador.

Ignoro en qué momento, Emma se enamoró perdidamente de un hombre del que nunca habla y que, según cree, murió en la guerra. En realidad –cosa que no sabe ni sabrá– él logró mantenerse a salvo, regresó a buscarla y al no encontrarla, desapareció.

Durante el día Emma reza tres rosarios. A decir de las cuidadoras, sus noches son largas, en ocasiones insomnes. Dedica el tiempo a contabilizar, una y otra vez, los billetes que guarda bajo la almohada. A veces, con sólo descubrir una sombra en medio de la oscuridad, imagina que alguien llega. ¿Su hijo? ¿El amante que partió a la guerra? Ellos no, porque siempre han estado allí: entre la Emma de 116 años y la otra del cuadro que mira a la distancia y apenas sonríe.

Desearía escribir en un cua­derno la historia de amor de ­Em­ma. En la ficción haré posibles el rencuentro con su amante y una larga vida en común, de tal modo que los dos estén cumpliendo ahora –¿por qué no este domingo?– ll6 años de edad y celebrándolo con una copita de grapa mientras la noche cae sobre el lago Maggiore. Si el relato no fluye co­mo quiero, lo borraré con la goma de uno de mis lápices amarillos, esos que tengo en el tazón del escritorio, junto a la ventana.