Opinión
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Del otro lado
“S

i yo fuera ardilla, y no aceptaría pretender ser ningún otro roedor, les sugeriría a las autoridades correspondientes del Ayuntamiento de La Haya, en Holanda –argumenta Clarisa Landázuri en La Voz Brava–, que tuvieran en cuenta los viejos métodos de la sicología animal para persuadirnos, por no decir forzarnos, a cruzar el puente que nos construyeron y de esta manera no exponernos a arriesgar la vida al tratar de cruzar por la carretera del Bosque de La Haya al Parque de Clingendael en busca de nueces y piñones, pues, según aprenderemos o reconoceremos, en un momento se estarán dando más y mejor del otro lado”. O sea, supongo que supone Clarisa, la exasperante Clarisa, que es muy fácil, en bien de las ardillas y sobre todo de la utilidad y justificación del puente, estar trasplantando Nogales (Juglans regia, nogal común, nogal europeo o nuez de Castilla, árbol de la familia de la Juglandaceae en el orden de las Fagales) y Pinus (el piñón es la semilla propia de las especies del género Pinus) del Bosque al Parque, o del Parque al Bosque, o, comoquiera que sea, de un extremo del puente al otro, para que así, como por razones controladas en un momento dado se estarán dando más y mejores nueces y piñones de uno de los lados, convencidas, las ardillas puedan valerse del subterfugio del puente.

(En un paréntesis, Clarisa añade que el método sicológico de convencimiento animal, que incluye al animal racional, se llama Conductismo o Condicionamiento Operante o Análisis Experimental de la Conducta, iniciado y desarrollado por Burrhus Frederic Skinner, 1904-1990, sicólogo, filósofo social y autor estadunidense. Explica: Ante un estímulo se produce una respuesta voluntaria, la cual puede ser reforzada de manera positiva o negativa, provocando que la conducta operante se fortalezca o se debilite.)

Por si aquélla no fuera suficiente impertinencia, Clarisa se deja ir en sus divagaciones (por lo general insensatas, básicamente debido a su desinformación o información indirecta y captada con distracción o pobremente, por incapacidad de concentración) y compara el puente de las ardillas en La Haya con las aceras y las ciclopistas de otra gran capital, adelantos y novedades que, aparte de sí costarles a los ciudadanos, a diferencia de la fantástica construcción en metal –en vez de haberlo ideado en madera, aparentemente más propicio– para roedores, cuyo gasto salió de fondos estatales dedicados al medio ambiente, no son transitables, pues ya sea que la piedra de la que están hechas las aceras tenga hoyos o esté levantada por los ventarrones o por las raíces de los árboles que las flanquean, o ya sea que la pendiente de las ciclopistas no tenga una empinación practicable, lo cierto es que poca gente, y casi siempre solitaria, debido a la angostura de dichas aceras hurañas, las usa, y hay quienes prefieren recurrir a medios técnicos y gregarios para ejercitarse que caminar, caminar y de perdida torcerse un pie o ensuciarse los zapatos con el lodo de perro, como dicen o, por lo que hace a las ciclopistas, tan mal concebidas que los ciclistas también, y con tal de estar en forma, prefieren pedalear bicicletas fijas en un club que montar sus bicicletas.

Banquetas angostas, con altibajos, chuecas, no lisas, con hoyos, sucias; ciclopistas imposibles de ser utilizadas, progresos de una gran capital que, como el puente para roedores de La Haya, merecen, si no críticas del Partido de los Animales, como en el caso holandés, y en vista de que no cuentan con semejante partido, al menos señalamientos hartos de tener que ser pronunciados por los paseantes a pie o en bicicleta.

No estoy, para nada, contra Clarisa y su extraño o torcido giro de ver las cosas, pero a veces me pregunto por qué la leo, cuando, si es que ofrece soluciones a los problemas que observa, son soluciones impertinentes.

Por ejemplo, en el caso de las ardillas de La Haya, profundiza al insistir en que, si fuera ardilla, intentaría indicarles a las autoridades correspondientes del Ayuntamiento de La Haya que las de su raza, para bien o para mal no son suicidas, como otras especies que, cuando sus miembros son viejos o están enfermos o por una u otra razón se encuentran inútiles y estorbosas, se reúnen y se encaminan a un barranco y en conjunto se lanzan al vacío sin explicaciones ni despedidas ni puestos en orden sus papeles y sus asuntos.