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Diego Villaseñor: uno de los 100 mejores arquitectos del mundo
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iego Villaseñor nació en Tlaquepaque, Jalisco, es considerado uno de los 100 mejores arquitectos del mundo y ha dirigido proyectos residenciales, complejos turísticos y hoteles en México, el resto de Latinoamérica, Europa, Medio Oriente y Asia. Su estilo arquitectónico es inconfundible y se dice que enseñó a los ricos a vivir como pobres, al construir casas de lujo en las dos costas con palapas, palmas y adobe campesino.

–¿No fue Luis Barragán quien empezó a ver las puertas de las rancherías y las trojes, los muros de tepetate, quien inició una arquitectura mexicana?

–La presencia de Luis en todos los arquitectos que le seguimos es indudable. Luis fue un gran explorador del espacio. En determinado momento escarbó y retomó la arquitectura mexicana y por eso le dio mucho coraje que lo tildaran de minimalista, y a mí me decía: Oye, que me quieren clasificar como arquitecto minimalista para borrarme del mapa y poderme enclaustrar en sus entrepaños. No, mi arquitectura nació de la cosa mexicana, de mis recuerdos de cuando era niño en Mazamitla, de Teocuitatlán, de lo que era Guadalajara, de lo que es Jalisco y de lo que es México, aunado a toda esta parte del arte y de la gente que vino a México como tantos que querían ver el mundo de otra manera. Lo suyo fue retomar de toda esa arquitectura, cuando toda la corriente internacional iba para otro lado (los muros se habían olvidado en favor del vidrio) y se hacía una arquitectura muy abierta, tipo alemán, unas lozas bajitas planas y todo lo demás.

“Luis siempre creyó que los muros eran indispensables a la serenidad, la casa tenía que ser un refugio. La herencia de Luis, para mí, no son los muros aplanados, sino el lenguaje que usó para poder dar a la gente un lugar donde vivir y que pudieran estar consigo mismos. Su jardín es el de su espíritu. Al final de cuentas creo que esa es la herencia de Luis. Cuando yo voy a la costa, ¿a qué voy? A aprenderle a los pescadores, a los de Mexcaltitán, a los campesinos, para ver cómo vive el mexicano junto a la costa del Pacífico, que es diferente a la del Atlántico. La del Pacífico es su techo de palma, porque es lo que tiene a la mano. Hay todos los arquetipos, de ahí podríamos disertar mucho y decir: ‘No, es que en África se usan las palapas y en la Polinesia también, entonces hubo acarreo cultural’. Pero se nos olvida que el hombre ha respondido a su medio de manera similar en el mundo entero, somos la misma especie, o sea que lo mismo se le ocurrió al indígena mexicano que al africano o al asiático. Eso es lo que a mí me deja de herencia Luis Barragán y para mi sorpresa no lo encuentro en las nuevas generaciones.”

–Hay toda una generación de barraganistas de la cual tú formas parte, Diego.

–Somos pocos. Llegó de tal manera el Internet, las revistas internacionales, que Luis Barragán quedó olvidado. Nadie hace, actualmente, arquitectura en el espíritu de Luis Barragán.

–Sí, Andrés Casillas, que es mayor que tú.

–Sí, pero yo hablo de las nuevas generaciones de arquitectos cuyas fuentes se encuentran en las revistas internacionales de arquitectura. Desgraciadamente estamos importando también hasta la manera de pensar; por ejemplo, has visto lo de las franquicias, ¿no? Que si Starbucks, que si McDonald’s, que si Pizza Hut, que si Domino’s Pizza, que si Kentucky Fried Chicken, Taco Bell, Taco Inn, Burger Boy... total se nos ha hecho más fácil comprar una franquicia y venderla en México con tal de no fomentar nuestro propio talento, ¿no?

–El mundo entero pondera la creatividad y el talento mexicano y tú…

–El estatus es un freno a la creatividad. En la colonia Roma, en la Juárez, cada quien quería tener su castillito traído de París, porque la clase media tuvo aspiraciones de poseer su chateau de Fontainebleau, pero en un terrenito chiquito, en la calle de Berlín, o la esquina de Londres con Liverpool. ¿Te acuerdas de esas rejas que eran de tres metros y subías a la puerta de entrada por una escalerita de mármol? Todavía hay esas casas, ahí está la de Plutarco Elías Calle y los Torreblanca, con su puerta trasera para el servicio. Tenía un pasillito para los criados y otro grande para los coches, lo único que faltaban eran las hectáreas para convertirlo en chateau de Fontainebleau, ¿no? Por eso Guadalajara es neoclásica…

–Y llena de franceses.

–Y francés… Al arte prehispánico le decían los monos. No entraban a la casa, eran parte de la barbarie. Durante años se ridiculizó la cultura prehispánica. ¿Cómo hacerla contemporánea? Hasta que empiezan a salir los taludes, Ciudad Universitaria, el estadio, el Anahuacalli, se empieza a ver de otra manera. Cuando ya me llega a mí, llego a Rocas Rojas, en la isla de la Gran Canaria, y veo las piedras; ya traigo toda esa carga prehispánica.

–Planeas casas con vida propia, como en el libro de Mariana Yampolsky, La casa que canta, maravilloso, que ustedes los arquitectos deberían dar a conocer y convertir en uno de texto para que se vuelva a editar.

–Yo estoy un poco decepcionado de mi gremio, o sea, son muy arquitectos, como Luis me decía: A ver, ¿cómo harías si no fueras arquitecto?; es muy de arquitectos y yo no embono con los muy arquitectos.

–Pero, finalmente es muy bello el Museo de Antropología.

–Sí, sí, Ramírez Vásquez. Yo creo que esa es su obra buena. Por lo menos entre los arquitectos sentimos que Ramírez Vázquez, como diseñador, no era su fuerte, era como el generador de todo un fenómeno; tenía una visión totalizadora, sabía convencer a todos los políticos, podía lograr las cosas, conseguir lo que él quería económicamente.

–¿Y qué piensas de esos edificios enormes, los rascacielos que revientan el cielo de Santa Fe?

–Son edificios que tienen mucho oficio y todo, pero creo que ahí viene el gran cuestionamiento de la arquitectura ¿no? ¿Qué tanto hace de Santa Fe una arquitectura para la gente? ¿Qué tanto es una arquitectura para las instituciones? Ya tenemos muchos ejemplos de todo el concepto hitleriano…

–Aplastar a la gente.

–Sí, llegas ahí y te vas haciendo chiquito, chiquito, chiquito, y ya cuando llegas al trigésimo piso te convertiste en una pulga.

–Será la cucaracha de Gregorio Samsa de Kafka…

–Al contrario. Cuando tú te sientes maravilloso, es cuando una arquitectura te abre espiritualmente, como en Grecia y te sientes un dios, un rey. Cuando vas a las pirámides y a todos estos lugares, te sientes a todo dar. Yo creo que le he dedicado mucho tiempo a la parte filosófica de la arquitectura, porque siempre tuve esa parte rectora. Yo siempre digo que mi arquitectura es un divertimento, no me la tomo tan en serio…

–¿Por qué?

–Mira, tuve una mamá que me dio fuerza y me la quitó. Mijito, tú eres especial. Tú no eres como todos. Te dan estas alergias y estas cosas. Yo estaba un día con unas irritaciones bárbaras por la cosa nerviosa, la herencia familiar. Mi madre me decía que le fuera a pedir chamba al gobierno o a mi tío Enrico Cusi, porque yo sólo no la iba hacer, esa era la preocupación de mi mamá… El arte no se le dio a mi familia, todos eran industriales, hacían papel con el bagazo de la caña y de todo lo demás. A mi mamá la consideraban comunista porque era avant garde, ¿no? Por ejemplo, cuando ella vio que la religión no me iba a salvar, ni tenía elementos para salvarme, me mandó al sicoanalista a los cinco años.

–¿Cinco años?

–Sí.

–Pero qué friega.

–No, no, me ponían a jugar con unos cubos. Un día hice una iglesia y hasta se sorprendió el sicólogo, abrió la puerta y le dijo a mi mamá: Venga a ver, mire qué maravillosa iglesia hizo; su hijo va ser arquitecto.

Diego Villaseñor ha construido en Estados Unidos, Medio Oriente y Asia. En México, desde hace más de 45 años destacan sus obras en Los Cabos, Punta Zicatela, Punta Ixtapa y en todas las costas de nuestro país. Su mamá sería muy feliz, porque desde el cielo, asomada entre las nubes, puede otear la tierra entera y comprobar que su talentoso hijo nunca ha construido un adefesio y, si acaso algo le salió mal, lo ha absorbido la naturaleza que todo lo compone con su infinita generosidad.