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La museificación del mañana
V

isto de frente, se asemeja a la alegoría del esqueleto de un dinosaurio. Desde el costado, a lo lejos, parece más bien una plataforma espacial. No tanto por la impresión de que es un objeto a punto de despegar, sino por el asombroso equilibrio que lo sostiene tan sólo del suspiro de un vértice. Se trata, en realidad, de la fabulosa y blanca construcción del arquitecto español Santiago Calatrava que alberga el Museo del Mañana, en Río de Janeiro, situado en la antigua (y hasta hace poco degradada) zona portuaria de la bahía.

Walter Benjamin escribió alguna vez que la única imagen de que disponemos para establecer una semejanza estricta entre los seres humanos –su humanidad, propiamente dicho– es nuestro esqueleto, la huella del cadáver. Y de cierta manera, la alegoría del esqueleto que ahora ennoblece –y embellece– una de las bahías de Río, bajo la cual se intenta museificar –neologismo inexistente en el Diccionario de la Real Academia– el mañana, no representa acaso más que otra certera señal del estado actual de nuestra cultura.

El recinto está dividido en cinco espacios, que se disuelven el uno en el otro, como el laberinto de una gigantesca cronotopía: Cosmos, Tierra, Antropoceno, Mañanas (en plural), Ahora. Cada una se propone albergar preguntas y respuestas a lo que la Guía del Mañana (el plan de la exposición) llama los desafíos de la humanidad: el cambio climático, el crecimiento de la población y su longevidad, las nuevas formas de integración y diversidad, los desarrollos tecnológicos, la nueva condición biopolítica y la expansión del conocimiento, sobre todo bajo la multiplicación de los dispositivos digitales.

Pero si algo provoca una suerte de súbito extrañamiento en la visión que ofrece el museo es su contraste radical con los sentimientos actuales que han hecho del futuro no una zona utópica –como quisieran la ciencia y la técnica, a las cuales se demandan respuestas a los desafíos actuales–, sino un horizonte esencialmente distópico, colmado de incertidumbres y preguntas sin respuesta, en el que el futuro ha devenido, por ahora, territorio de la degradación calculable. Porque si algo ha cambiado en las últimas décadas es precisamente la idea de que el futuro puede albergar, no obstante todos los cambios tecnológicos, promesas auténticas de mejoría. Llámese crisis del futuro o presentismo, lo que la cultura actual ha puesto en entredicho es, sobre todo, a las antiguas ideologías del progreso.

Habría que pensar, por ejemplo, tan sólo en uno de los personajes conceptuales centrales de nuestra era. Ya no el filósofo del siglo XVIII, ni el explorador del siglo XIX; tampoco el científico de principios del siglo XX, sino el zombie: los muertos vivientes. Se ha escrito mucho sobre el zombie. No hay más que agregar. En la cinematografía estadunidense, esta suerte de cómic ya oficial, puede fungir como una alegoría del terror al migrante, o a las rebeliones civiles que han conmovido a ciudades centrales desde las profundidades de sus barrios más bajos. Pero es evidente que la fascinación que el muerto viviente ejerce en el imaginario actual no se debe a que representa una vida insoportable que está por venir, sino a lo insoportable de la vida en un mundo que sólo ofrece soluciones individualizantes a problemas que sólo se pueden enfrentar de manera social y colectiva. Los Walking Dead de hoy somos todos los embalsamados en la silenciosa lucha del struggle for life insular y abandonado.

En el Museo del Mañana se reservan siempre pequeños rincones para advertir sobre las posibles catástrofes que nos aguardan: el calentamiento global, los nuevos virus, el fin del agua, la catástrofe ecológica, el terrorismo… En realidad, el diagnóstico sobre nuestra civilización ya fue establecido hace más de medio siglo en las obras de Hanna Arendt, Martin Buber y tantos otros pensadores críticos; un diagnóstico siempre rectificado por los acontecimientos que nos han sobrevenido. Pero seguir mirando en esta dirección significa, en cierta manera, distraerse del problema central: desde hace tiempo la catástrofe no se encuentra en el mañana; la catástrofe, por el contario, está en nuestra condición actual, la catástrofe que representamos nosotros mismos.

Siempre he creído que hay ciertas épocas que se enorgullecen de sí mismas. El único orgullo que tendría la nuestra sería la de haber coludido en un solo momento una debacle ecológica, una implosión de todo sentido de la convivencia democrática y una crisis energética sin regreso.

Lo que urge no es seguir imaginando las opciones y los escenarios de lo que podría pasar, sino enfrentar la pregunta de lo que está pasando. Dejar a un lado tanto la tierra utópica de la fantasía de la técnica como la mentira de las narrativas apocalípticas.