Opinión
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Don Luis
E

l pasado 18 de mayo falleció en Guanajuato Luis H. Álvarez, uno de los líderes históricos del Partido Acción Nacional, quien participó en las luchas de esa organización desde 1956, cuando, a instancias de Manuel Gómez Morín, fue reclutado en su estado natal, Chihuahua, para contender por la gubernatura. Posteriormente, don Luis, como se le empezó a llamar en los años 80, jugó un papel central en las movilizaciones antiautoritarias, post expropiación de la banca. Fue presidente municipal de Chihuahua en el trienio 1983-1986, presidente nacional del PAN entre 1987 y 1993, y senador de la República entre 1994 y 2000. En los gobiernos panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón, respectivamente, fue coordinador del Diálogo para la Paz en Chiapas y comisionado para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.

A pesar de esta distinguida carrera en cargos de elección, don Luis ejercía en el seno de su partido un liderazgo moral que no era el del tribuno, del legislador o del negociador, sino que poseía una autoridad intangible que adquirió en las marchas de protesta, en las caravanas testimoniales y, sobre todo, en la huelga de hambre que sostuvo durante más de un mes en 1986 para manifestar el repudio a lo que los panistas consideraron el escandaloso fraude del PRI contra la elección de Francisco Barrio. El dato fuerte de la personalidad política de Luis H. Álvarez eran los actos de rebeldía simbólica que caracterizaron al PAN hasta que se volvió un partido como los demás. El contexto reformista en el que ascendió su carrera explica la naturaleza del liderazgo y del estilo político de don Luis, así como el hecho de que su estrella haya brillado cuando se apagaba la del filósofo Efraín González Morfín, o la del político pragmático por excelencia que fue José Ángel Conchello.

Gómez Morín se dirigió al joven Luis H. Álvarez cuando buscaba renovar los cuadros del PAN y rescatarlo de la hondonada en que lo habían sumergido los católicos. El predominio de este grupo, que era capitaneado por José González Torres, quien era líder también de Acción Católica, era consistente con un entorno en el que los priístas ejercían una despiadada hegemonía que condenaba a las oposiciones a una travesía del desierto en la que los empecinados panistas estuvieron a punto de sucumbir. Luis H. Álvarez representaba el nuevo PAN, que debía proyectar una imagen de dinamismo, limpieza y modernidad, que resultaba bastante ingenua frente al aspecto cada vez más feroz del priísta en el poder. Esta misma intención instigó su lanzamiento como candidato presidencial panista en 1958. Hay que ver los cartones de propaganda de la campaña en los que Luis H., como se le llamó antes de ser don Luis, aparece como un muy delgado candidato, en mangas de camisa aunque encorbatado, con una sonrisa amplia y fresca que inspiraba confianza. Esta imagen contrastaba vivamente con el traje negro como de enterrador del abanderado del PRI, Adolfo López Mateos, cuya fama de conquistador hoy me parece imposible. Me cuesta trabajo creer que su imagen era mejor que la de su único contendiente: Luis H. Álvarez, porque López Mateos iba vestido con sacos que le llegaban a la rodilla, los pantalones amplios en los que la abundancia de casimir formaba bolsas que se cerraban en el tobillo. El todo coronado por una sonrisa cansada. En esa elección bipartidista, el candidato del PRI obtuvo más de 85 por ciento del voto. Un resultado avasallador, increíble desde cualquier punto de vista, que no era una señal para la oposición conservadora, sino que estaba dirigida en particular a la disidencia entre los miembros de la elite posrevolucionaria. De esta manera indirecta, típica del taimado Adolfo Ruiz Cortines, se les hacía saber que sus diferencias con el grupo en el poder no habrían de ser consideradas, porque no eran legítimas.

El estilo de don Luis era muy diferente del que ostentaba Carlos Castillo Peraza, apasionado y convincente, sarcástico y ensoberbecido por su intelecto; tampoco era el suyo el ánimo burlón, festivo y gritón de Diego Fernández de Cevallos. No reaccionaba impulsivamente como Manuel J. Clouthier –y tampoco trasmitía su vitalidad–; cultivaba la discreción que para Vicente Fox es tierra ignota, así como la reflexión y la cautela. No me parecía un hombre especialmente contenido, tal vez porque tampoco lo era de grandes pasiones –al menos no proyectaba los incendios internos que consumen a otros de sus correligionarios. Más bien al contrario, don Luis se mostraba invariablemente sereno, incluso en momentos críticos, en discusiones intensas, ante discrepancias irreconciliables. Mantenía la calma en medio de la tormenta, y estoy segura de que para muchos panistas era como el roble al que se abrazaban para defenderse del vendaval llamado Carlos, Diego o Felipe.

El liderazgo moral es hasta cierto punto impenetrable; por esa misma razón es una perla rara que se enrarece aún más en tiempos como los de ahora, que parecen movidos sólo por la ambición personal, el corto plazo, la negociación inmediata, la urgencia de la respuesta, buena o mala, no importa. El recuerdo de la serenidad de don Luis me lleva a pensar que poseía una fuerza interna inquebrantable que provenía de la convicción, de la firme seguridad de que sus decisiones eran las apropiadas, las que mejor respondían al compromiso que había contraído con sus creencias, sus compañeros y con el ideal democrático; pero sus decisiones también eran consistentes con las circunstancias, así como con sus propósitos más lejanos. Creo que don Luis actuaba convencido de que su partido, que era como su familia, sabría seguir el camino correcto casi mecánicamente, guiado por su historia e incluso por los compromisos que se derivan de su retórica. Sin embargo, al enumerar todas estas virtudes me pregunto si acaso la limpieza y la honestidad de don Luis no fueron posibles gracias a los medios menos transparentes, al estilo más agresivo y a las motivaciones terrenales de otros panistas impacientes, irascibles, directos. Me pregunto también cuál de ellos sería más peligroso.