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Carlos Montemayor y la rebelión indígena zapatista
L

a excepcionalidad de Carlos Montemayor, como ser humano, radicaba en su don de gentes y en una personalidad magnética y fascinante que lo hacía, involuntariamente, el centro de cualquier colectivo o reunión. Como intelectual, fue multifacético, pues lo mismo escribía novelas, cuentos, poemas y ensayos, como el que dedicó a la rebelión indígena de los mayas zapatistas; todo ello, magistralmente. De ahí su trascendencia, que le mereció importantes premios nacionales e internacionales en todos los géneros en que incursionó, y la traducción de muchas de sus obras a varios idiomas. Defensor y promotor de las lenguas indígenas, políglota y filólogo, saludó en lengua maya a la dirigencia zapatista; era, además, cantante de ópera, a la que podía recurrir en casos insólitos, de tensiones políticas, que se desvanecían con su voz de tenor y su entusiasmo interpretativo.

Coincido con Ignacio Ramonet, que prologa su libro: Chiapas, la rebelión indígena de México (Ramdom House, 2009), en cuanto al conocimiento impresionante de Carlos sobre todos los aspectos políticos, económicos, sociológicos, ecológicos y culturales de Chiapas, y añadiría, de la historia y condición actual de los pueblos indígenas de México. Este libro, a mi juicio, es el más completo que se ha escrito en torno a la rebelión del EZLN, sus orígenes y causas, sus protagonistas y sobre el contexto histórico y estructural de olvido social y racismo en que tiene lugar la insurrección indígena.

En el ámbito de los intelectuales, Carlos Montemayor estaba mejor preparado para comprender la insurgencia que estalló el primero de enero de 1994, dado su conocimiento profundo sobre los movimientos armados de México y sus investigaciones que, como lingüista, le llevaron a introducirse en el mundo indígena, pero no a partir de fuentes escritas solamente, sino con base en un recorrido de años por las etnorregiones de México, particularmente por los estados de Chihuahua, Yucatán, Guerrero, Oaxaca, Michoacán y Chiapas, y a partir de innumerables horas de entrevistas a profundidad de sujetos claves para la comprensión de las lenguas y culturas indígenas. “Ambas perspectivas –sostenía–, la de la cultura indígena y la de la historia de los movimientos armados en México, concurrieron el primero de enero de 1994 en el alzamiento del EZLN en Chiapas”, y quién mejor que Montemayor para describir e interpretar esos dos procesos entrelazados.

Antes del levantamiento, había publicado en La Jornada la primera parte de unos artículos intitulados: La otra ruta del sureste, en los que denunciaba los operativos militares en las zonas indígenas de Altamirano y Ocosingo. Refiere Montemayor que el día 8 de junio de 1993, cuando salió el primero de ellos, recibió una llamada de José Carreño Carlón, entonces director de Comunicación Social de la Presidencia de la República, quien lo invitaba a una gira con Carlos Salinas de Gortari, y quien, a partir de esa fecha, y a lo largo del año, lo invitó varias veces a las giras presidenciales, incluyendo una a su estado natal, Chihuahua, para la que el gobierno ponía a su disposición un avión de la Fuerza Área. A todas ellas se negó, pues no quería aparecer como parte de su comitiva o su cortejo de seguidores. En un país y en una época en que el presidencialismo se equiparaba al poder absoluto, y cuando frecuentemente se utilizaban estos recursos para limar el filo de los intelectuales críticos reconocidos, esta anécdota muestra la solidez de los principios políticos que guiaron su relación con el poder público, que, me consta, lo respetaba, y a la vez temía, por su combinación de fina ironía y hasta cierta condescendencia en el trato con los funcionarios, a quienes con frecuencia instruía sobre los avatares de la guerra sucia y su papel en la historia del México contemporáneo.

Con toda razón, Montemayor inicia este libro a partir del debate de dos conceptos: por un lado, el de terrorismo, y por otro, el de racismo. El primero, como el artilugio del poder para contaminar nominalmente las justas rebeldías de los pueblos del mundo contra la opresión, las tiranías y/o los invasores extranjeros; el segundo, como esa ideología tan negada y tabú, pero sempiterna en el discurso y la acción de la clase dominante, que se esgrime, en el caso de Chiapas, desde las primeras declaraciones gubernamentales que aducen que el levantamiento es obra de unos 200 individuos, en su mayoría monolingües, [que] han realizado actos de provocación y violencia en cuatro localidades del estado, que son San Cristóbal de Las Casas, Ocosingo, Altamirano y Las Margaritas. Montemayor sostenía que el racismo constituía una de las dimensiones mayores que englobaban el conflicto armado en Chiapas, y que esta entidad era, precisamente, el punto extremo de la discriminación racial que padecía el indígena en México.

Carlos sabía que “cualquier conflicto armado provoca una denostación oficial inmediata y una represión no menos vertiginosa. La descalificación –afirmaba– es la primera arma que se esgrime contra un levantamiento popular, urbano, campesino o indígena; la segunda arma es la policiaca o la militar”. Carlos describe con especial rigor y profusión de datos, las distintas reacciones frente a la rebelión de los zapatistas de los diferentes actores dentro del aparato del poder: los terratenientes, los ganaderos, los políticos locales, el Ejército, en especial la rama de inteligencia militar, a la que Carlos prestaba particular atención, y claro, la Iglesia, entre otros. Opinaba que el Ejército Mexicano y la Iglesia son quizá las instituciones que más extensión tienen en todo el territorio nacional, las que llegan a lo más remoto de nuestras montañas y selvas.

Bien entendió Montemayor los vericuetos de la guerra de desgaste contrainsurgente y el papel asignado a los grupos paramilitares, como la mano clandestina de la fuerza armada y policiaca para imponer la solución militar, ya que el poder se tornaba inflexible ante las reformas constitucionales cuando se trataba de los pueblos indígenas. La masacre dantesca de Acteal fue la respuesta del régimen a la propuesta zapatista expresada en San Andrés en 1996, de una nueva relación entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas. El 13 de junio pasado, Carlos cumpliría 69 años. A seis años de su partida, lo recordamos como el intelectual brillante y comprometido que fue, cantándole y sonriéndole a la vida.