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El sinuoso camino de la ley 3 de 3
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uando en mayo de 2015 se hizo efectiva la reforma constitucional que abría paso a un sistema nacional anticorrupción –considerado por amplios sectores de la ciudadanía idóneo para combatir con eficacia ese indeseable fenómeno– se abrió un espacio para encauzar legalmente una serie de medidas que, bajo la forma de iniciativa, habían sido concebidas para cuidar que el desempeño de los servidores públicos se apegara a principios de honradez, imparcialidad y eficiencia. Se trataba, naturalmente, de la iniciativa popularmente conocida como ley 3 de 3, posteriormente sometida a consideración del Congreso en el contexto de la Ley de Responsabilidades Administrativas y sucesivamente discutida, modificada, aprobada por el Senado, parcialmente vetada por el Ejecutivo federal y hasta hoy pendiente de nueva discusión. Más allá de la forma final que adopte el texto de la trajinada legislación (el próximo miércoles 29 la Comisión Permanente votará las observaciones formuladas a la misma), vale la pena echar una mirada generalizadora sobre su potencial eficacia.

Los mecanismos mediáticos puestos en marcha para dar a conocer los alcances de la 3 de 3 hicieron abrigar, en buena parte de la sociedad, comprensibles esperanzas acerca de ese conjunto de disposiciones que, una vez dotadas de estatus legal, parecían constituir un antídoto contra el omnipresente flagelo de la corrupción. El sano entusiasmo originalmente despertado por la iniciativa –ahora ley, aunque sea en ciernes– condujo a minimizar el hecho de que la corrupción (a menudo definida como el uso ilegítimo del poder público para beneficio privado) arraiga en un enorme número de prácticas, y que la mera exhibición de las declaraciones patrimonial y fiscal no representa mayor garantía de transparencia. Algo más funcional, en ese sentido, resulta la declaración de no conflicto de intereses, destinada a impedir que funcionarios de gobierno de alguna manera vinculados activamente con la iniciativa privada participen en operaciones realizadas entre los dos sectores. Pero de ahí a que la triple exposición documental represente una eficaz barrera para las prácticas corruptas hay un largo trecho.

Lo anterior no quiere decir, desde luego, que la iniciativa (tanto en su forma original como con los cambios que experimentó más tarde) sea en definitiva un instrumento poco apto para impedir el enriquecimiento ilícito, el tráfico de influencias, el soborno, el desvío de fondos públicos y otras formas de corrupción que minan nuestro sistema; pero con un criterio de realidad, tampoco es razonable atribuirle el carácter de panacea.

Hechas estas consideraciones, resulta llamativo que uno de los puntos de conflicto surgidos en torno a la aprobación de la Ley de Responsabilidades sea el de las declaraciones patrimoniales y quiénes deben tener la obligación de presentarlas. A la propuesta (principalmente surgida de la iniciativa privada) de que la medida alcanzara a los legisladores, éstos respondieron con otra moción, según la cual deberían hacer pública la declaración todas las personas físicas y morales que celebraran contratos con el gobierno y recibieran, por tal motivo, recursos públicos. Los roces sobre este asunto recibieron calificativos que nada tenían que ver con el contenido de la norma ni con el proceso legislativo (se habló, por ejemplo, de actitudes de revancha), y fueron determinantes para el veto presidencial, basado en el argumento de que si la contrapropuesta de los legisladores cobrara forma legal, la prestación de servicios al Estado se volvería prácticamente imposible a causa de la tramitología.

Las discusiones en torno a este asunto, con todo y su legitimidad, no deben hacer perder de vista que la participación de la iniciativa privada en el proceso de elaboración de la Ley de Responsabilidades tiene todo el sello de ese sector: para el empresariado la corrupción anida pura y exclusivamente en el seno del aparato estatal, concepción que pasa por alto olímpicamente las frecuentes y numerosas operaciones dudosamente legales –por decir lo menos– que involucran a empresas y corporaciones de diverso rango y que parecen querer una 3 de 3 donde todos declaren, menos ellos.

Como sea, lo deseable es que la ley que resulte esté orientada a que tanto funcionarios como empresarios (y de paso también los propios legisladores) den clara cuenta de la forma en que participan en operaciones vinculadas al manejo de los recursos públicos, con mecanismos de control que vayan más allá del puro y simple exhorto ético.