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Tortura en México: una realidad que ya no se puede esconder
C

uando hablamos de tortura, solemos hablar en masculino: hay torturadores y tor­turados. Raramen­te se discute y se investiga sobre una realidad soslayada, pero no menos preocupante: aproximadamente un tercio de las personas que han presentado quejas por tortura ante comisiones de derechos humanos son mujeres, según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).

En los meses recientes, en Amnistía Internacional recogimos los testimonios de 100 mujeres que nos dijeron que habían sido torturadas o maltratadas física o sicológicamente por policías y militares, en el momento de ser arrestadas o en las horas posteriores. En muchos casos, con la intención de obtener de ellas una confesión o para posibilitar la siembra de pruebas u otras violaciones al debido proceso. Todo en nombre la llamada guerra contra la delincuencia.

De estas 100 mujeres que valientemente nos compartieron sus testimonios, 72 nos dijeron que habían sufrido violencia sexual, incluyendo 33 que manifestaron haber sido violadas. Muchas de estas mujeres escucharon insultos misóginos y demás lenguaje explícitamente discriminatorio.

Además de ser mujeres, estas personas tienen algunos otros puntos en común. La mayoría son pobres (54 dijeron ganar entre mil y 5 mil pesos mensuales) y han tenido acceso limitado a la educación.

Ser mujer, ser pobre y tener información o recursos limitados para defenderse parecen no ser meras coincidencias en el flagelo de la tortura contra las mujeres en México. Tal vez quienes torturan saben que tienen más probabilidad de quedar en la impunidad si hacen blanco a personas de comunidades marginadas o que enfrentan un contexto de discriminación.

Este es el caso, por ejemplo, de Verónica Razo, una de las mujeres que aceptó contarnos su historia. El 8 de junio de 2011, Verónica caminaba por una colonia céntrica de la Ciudad de México, cuando hombres armados y sin uniforme que viajaban en un automóvil la detuvieron violentamente y la llevaron a un galpón de la Policía Federal. Allí la retuvieron durante 24 horas y la torturaron. La golpearon, la sometieron a semiasfixia y a descargas eléctricas, y varios policías la violaron repetidamente. La amenazaron y la obligaron a firmar una confesión. Dos años después de su detención, un sicólogo de la Procuraduría General de la República (PGR) confirmó que Verónica presentaba síntomas coincidentes con tortura. No obstante, Verónica ha pasado cinco años en prisión preventiva esperando la resolución de su juicio, acusada de secuestro. Pero sus torturadores viven tranquilos: nadie los ha llamado a rendir cuentas.

Ante la gravedad de esta situación, ¿está verdaderamente interesado el gobierno del presidente Peña Nieto en combatir la tortura, y en particular aquella cometida contra las mujeres?

El secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, ha reiterado en numerosos discursos su compromiso para combatir la violencia contra las mujeres. Recientemente, con la filtración de un escalofriante video de tortura cometida por policías y militares contra una mujer del estado de Guerrero, el secretario y otros funcionarios de alto nivel renovaron su compromiso con la erradicación de la tortura en el país.

Esperadas palabras, ¿pero cuáles son los resultados ­concretos?

En primer lugar, muy raramente un policía, soldado o marino es suspendido de sus funciones mientras se conduce una investigación, luego de que una sobreviviente haya reunido el valor necesario para denunciar los hechos. Por ejemplo, ningún integrante del Ejército ha sido suspendido por violación o abuso sexual en los últimos cinco años. En la Marina, sólo cuatro elementos han corrido esa suerte.

Segundo, el Estado sólo ha logrado 15 sentencias condenatorias desde 1991 a escala federal por casos de tortura. De las 2 mil 403 denuncias que la PGR dice haber recibido en 2014 por tortura no ha podido informar en cuántas las víctimas son mujeres. La perspectiva de género no parece ser una prioridad.

Tercero, y tal vez aún más revelador, en septiembre pasado el gobierno federal lanzó un mecanismo, largamente recomendado por organizaciones locales de derechos humanos, para dar seguimiento a casos de violencia sexual y tortura contra mujeres. El anuncio fue bienvenido, pero desde septiembre el mecanismo no se ha vuelto a reunir. Existe en los papeles, pero no en la práctica. Bien lo sabe Verónica Razo: su caso es el primero de la lista que las autoridades han acordado revisar con organizaciones de la sociedad civil. Pero nueve meses después, el mecanismo continúa adormecido. Su hijo, de 18 años, y su hija, de 12, seguirán aguardando que un día se haga justicia para su mamá.

El principal obstáculo del mecanismo parece ser que las diversas instituciones que deben participar del mismo, como la Procuraduría General de la República, la Comisión Nacional de Seguridad o la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, no han aportado la información necesaria para que comiencen a revisarse los casos individuales, especialmente aquellos de mujeres que, tras haber sido torturadas, aún permanecen en prisión.

No se trata de una iniciativa compleja ni costosa, sólo demanda voluntad política de cada uno de los funcionarios y funcionarias involucrados para que comiencen a mostrar resultados. El gobierno del presidente Peña Nieto tiene la oportunidad de enviar un mensaje claro para combatir la tortura contra las mujeres mediante la efectiva puesta en marcha de este importante mecanismo.

*Encargado de Campañas para México de Amnistía Internacional