Opinión
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Brexit y Kafka
E

n toda su obra y principalmente en sus dos libros más conocidos, El proceso y El castillo, Franz Kafka logra suscitar un sentimiento de angustia muy particular y el cual acaso inaugura una nueva categoría, un nuevo carácter, en la sensibilidad de la literatura moderna. Es el sentimiento de que un poder todopoderoso nos rebasa y que nuestra independencia, nuestra autonomía, o incluso nuestra libertad, no pueden nada contra las decisiones de este poder del cual ignoramos incluso quién lo detenta.

Un numeroso ejército de burócratas, en parte anónimos e invisibles, dan las órdenes y otra armada de ejecutantes traducen en actos estas órdenes, a menudo incomprensibles, que fulminan al individuo como la fatalidad del destino y con la autoridad ineluctable del fatum.

La visión de Kafka es una extraordinaria descripción, bajo la forma del cuento o la novela, de los procedimientos de lo que iba a ser el maravilloso diabólico mundo moderno. Es como si hubiese previsto también los terribles e ilimitados poderes del nazismo o del estalinismo. Dictaduras basadas siempre en una burocracia anónima: no se sabe quién dirige, pero debe obedecerse.

Los dictadores mueren, sus nombres, numerosos, ya no pertenecen sino a los libros de historia, pero los sistemas de poder siguen en vida. El poderío absoluto de la burocracia tiene una vida más larga que los tiranos. Hoy basta a los nuevos poderes mostrarse desde su mejor ángulo, si es posible con un rostro seductor. El nuevo burócrata es educado en las mejores escuelas y universidades, habla varias lenguas a la perfección, no trabaja sino por la felicidad de la humanidad y, sobre todo, primera e inviolable regla: sonríe con una sonrisa que deja ver la blancura y regularidad de sus dientes.

Así, por ejemplo, una institución tan importante como la Unión Europea (UE) ha instalado sus oficinas en Bruselas, donde cientos y miles de burócratas, más expertos unos que otros, establecen leyes y reglas, las cuales les permiten someter a los pueblos europeos a sus órdenes.

Al salir de la espantosa Segunda Guerra Mundial y sus millones de muertos, el proyecto o el sueño de la Unión Europea se hallaba perfectamente justificado y el deseo de la paz se imponía sobre cualquier otra ambición. Pero cuando la comisión europea, después de profundos estudios e interminables informes de sus expertos, decide en forma soberana el tamaño reglamentario de los plátanos o la curva obligatoria de los pepinos, es más difícil hacer pasar en la cabeza y el corazón de los pueblos el ideal de Europa.

Es quizás una reacción de este tipo la que provocó el asombroso resultado del referendo en Gran Bretaña, donde el Brexit ganó la mayoría. Este triunfo implica la salida de la UE y el fin de los tratados en vigor, con todos los riesgos ligados a tal salida, pero significa también un rechazo de la burocracia, una negativa a obedecer a invisibles expertos no elegidos, un grito de independencia y de orgullo.

Los economistas calculan ahora las consecuencias, próximas o lejanas, de este Brexit, asunto éste de su competencia, pero difícilmente se encuentra un experto que sea de la misma opinión que otro en esta torre de Babel, desde donde se pretende imponer un modelo de vida e uniformar costumbres, alimentos, producción, lenguas.

Tal parece que un doble movimiento se ha apoderado del mundo contemporáneo. Por un lado, el de la mundialización que uniforma a todos los países, de tal manera que, poco a poco, se encuentra el mismo aeropuerto, el mismo hotel, la misma cocina y casi la misma lengua en Tokio, París, México, Londres o Pekín.

Por otro lado, en forma simultánea, un movimiento inverso que empuja a cada país, grande o pequeño, a diferenciarse y defender su identidad original. Este doble movimiento será, quizás, el de la historia del siglo presente y los siguientes. La sorpresa del Brexit no es, sin duda, sino un signo anunciador.

Acaso, entonces, el fantasma de Kafka deje de recorrer la Tierra.