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Literatura y política
L

a muy antigua tradición literaria, al menos desde Homero, impregna su marca más allá del terreno cultural. Por ejemplo, es provechoso, para tratar de comprender los debates políticos actuales en Francia, recordar obras como las Memorias del duque de Saint-Simon, escritor sin aspiración literaria alguna, a pesar de su auténtico genio, pues este aristócrata no tenía más que una pasión: el respeto a las reglas del poder monárquico absoluto y hereditario, capaz de justificar en los menores detalles los derechos legítimos de la procedencia y de establecer los códigos invariables que subsisten todavía bajo otras formas desde la revolución burguesa de 1789.

Ilustración de esta toma del poder por una nueva clase social: las novelas de Balzac, en el siglo XIX. Para ver con mayor claridad y comprender mejor, pues hay todo por ganar, vale la pena recordar Le père Goriot, el libro donde nuestro visionario escritor pone en escena a su héroe, el joven Rastignac, en lo alto de cementerio Père-Lachaise, desde donde él domina toda la capital extendida a sus pies y cuya mirada de ave de presa abarca, antes de lanzar de súbito ese grito que anuncia a la vez un programa político y el desafío de la existencia: ¡París, a nosotros dos! Nunca nadie plasmó mejor con un solo trazo la inmensa ambición de un joven burgués y el frío cálculo de un jugador dispuesto a todo.

Para analizar las carreras de políticos contemporáneos, de uno u otro país, sean, por ejemplo, el británico o el ruso, son iluminadoras las placenteras lecturas de Shakespeare, Tolstoi o Bulgákov. En el caso de los políticos franceses, tales los antiguos presidentes Giscard d’Estaing, Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy, o la del presidente en ejercicio, es esclarecedora la lectura de Saint-Simon, Balzac, Dumas, Hugo o Stendhal. Sus libros son buenos anteojos. Cuando un presidente recién electo, al tomar posesión del palacio del Elíseo, olvida acompañar a su predecesor, sobre el tapiz rojo, de la escalinata al portón de salida del Elíseo, como conviene según el código de cortesía republicana, es libre de actuar a su antojo, pero los franceses no dejan de observar y no comentan sino eso. El comportamiento, la actitud, la sonrisa, son fotografiados y examinados con un celo digno de Saint-Simon. Son detalles, cierto, pero detalles a los cuales el duque podía dedicar todo un capítulo. Si no poseen su talante, los franceses parecen haber heredado, al menos, las obsesionantes manías de este aristócrata. Chirac o Sarkozy, copias bastante conformes de Rastignac, no gritaron: ¡París, a nosotros dos!, pero todos los franceses escuchan estas palabras sin necesidad de oírlas pronunciar en voz alta por uno u otro de los actores. Fueron escritas. Por Balzac. Esto les da una fuerza superior puesto que están inscritas para siempre en las memorias.

Así, la historia podría ser especie de representación en la escena real de una obra ya escrita, publicada, y asimismo conocida al menos de quienes saben leer. Los dramas vividos por nuestros personajes políticos, lejos de ser actos nuevos, no serían entonces sino copias de la literatura. Los papeles están escritos y no falta más que actuarlos. A cada quien toca sólo escoger tal o cual papel del repertorio, según sus preferencias o, más bien, según la decisión del padrino que gobierna la distribución de un filme. El político o el hombre de Estado que cree inventar un papel histórico no toma, quizás sin saberlo, más que las actitudes y las palabras de un personaje ya instalado en la literatura.

Cabe preguntarse si los actores de la vida política y, en ocasiones, de la historia, no han hallado el sentido de su destino en la lectura de algunos libros. Los presidentes mexicanos, ¿han leído La sombra del caudillo o La muerte de Artemio Cruz? Tal vez sí, tal vez no. ¿Sería, acaso, el rey Ubú el más inmortal de los reyes y otros reyezuelos y jefes de Estado, gracias a un ridículo capaz de desafiar para siempre la usura del tiempo?