Opinión
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La muerte del autor (Cinna Lomnitz, 1925-2016)
M

i padre murió el jueves 7 de julio.

¿Qué me dejó? (Veo mi cuerpo.)

La expresión autor de mis días es bastante ambigua. Pensémosla. En Leviatán, Thomas Hobbes inventó una teoría política a partir de una distinción entre la función del agente (o actor) y la del autor. Utilizó una metáfora teatral para pensar la política, donde el soberano era como un autor, mientras que sus sujetos desempeñaban los papeles que habrían sido ideados por el soberano. ¿En qué sentido es un padre autor de los días de su hijo? El patriarcado ya no tiene el prestigio de antaño. Hoy, el patriarca Abraham estaría en la cárcel por intento de infanticidio. Resulta grotesco imaginar al padre como un soberano que dispone de sus hijos a voluntad. Y a mí me resulta todavía menos imaginable esta imagen de autoría en el caso de mi suave padre, que fue tan puntillosamente respetuoso. ¿Fue realmente Cinna el autor de mis días?

Ante lo inadecuado de la visión absolutista de la autoría paternal, basculemos a la alternativa minimalista; quizá se pueda pensar que mi padre fue autor de mis días por ser mi genitor, es decir, por haber tenido la fe que se requiere para procrear como un acto consciente. En este sentido habría autoría, ya que la decisión de procrear puede ser un acto propositivo, como el acto creativo de un autor. Sin embargo, la imagen del padre como autor se desdibuja en el momento mismo en que el padre conoce a su criatura. El hijo siempre sorprende al padre, que encontrará siempre en el hijo algo de aquello que Freud llamaba Unheimliche, que se traduce a veces como lo siniestro, pero que refiere al reconocimiento de algo profundamente conocido en lo desconocido. Ante todo, el hijo es para el padre una sorpresa. Alguien radicalmente nuevo: un desconocido. Sólo que inexorablemente va apareciendo en él un segundo nivel de sorpresa, que mana ya no de lo diferente del hijo, sino de lo conocido. Estas irrupciones de lo conocido en el hijo son momentos en que el padre se reconoce como autor, pero estos momentos de reconocimiento forman en realidad parte de una danza de separación y encuentro, de identificación y de diferenciación radical.

Esta dialéctica entre lo desconocido y lo conocido en el hijo puede incitar al padre a moldear al hijo en su imagen, es decir, a enderezarlo. Como el padre reconoce en él tantas cosas suyas, puede verse tentado a usar su poder para que su hijo se le parezca. Este es el padre como amo, como un monstruo que quiere que su hijo sea igual a la imagen narcisista de sí mismo. Por otra parte, la alternativa opuesta es quizá igual de monstruosa, el padre austente y negligente, que no busca conexión alguna con su hijo.

La educación que mi padre me dio evitó ambos extremos. Su lengua materna fue el alemán, pero el trauma imborrable que el nazismo y del Holocausto tuvo entre los judíos que se salvaron lo llevó a no querer enseñarnoslo. Así, Cinna no se reprodujo en nosotros en este sentido fundamental: no compartimos su lengua materna. Y Cinna tampoco nos impuso estudiar el piano que él –hijo de una cantante de ópera– había tenido obligatoriamente que estudiar. A veces resentí ese empobrecimiento cultural como si hubiese sido resultado de la negligencia: mi padre hablaba seis idiomas, yo sólo hablo cuatro. Y nunca aprendí a tocar piano.

Sólo que intuía que había en aquello una voluntad de protegernos de la monstruosidad de su pasado; del dolor indecible de sobrevivir, y de las dificultades que conlleva aferrarse a las costumbres en el exilio. Pero, además, había en ello su voluntad de respetar nuestra personalidad, y permitir que floreciéramos en el nuevo mundo. Cinna no nos impuso el alemán ni el piano, y al no imponerlos, no los aprendimos. Pero nos crió, en cambio, en un ambiente libre, pleno de conversación, de libros, música y experiencias, permitiendo de ese modo que cada uno de sus hijos se fuera orientando según sus inclinaciones. También había en aquello una idea de la grandeza del mundo; un reconocimiento de que el mundo lo rebasaba. Más valía que cada uno de nosotros fuera ejercitando su propia imaginación.

En gran parodia de la novelística rusa, Woody Allen cierra Love and Death hablando de Dios. Su protagonista, Boris Grushenko (Woody Allen), acaba de experimentar una epifanía: un ángel aparece y le dice que Dios impediría su fusilamiento. Por eso, Boris enfrenta al pelotón rebozando confianza, pero, en ese estado místico, es fusilado. Hablando a la cámara ya como ánima, Boris Grushenko explica al público que, pese a su desilusión por el fusilamiento, él no piensa que Dios sea malvado; al contrario, dice, lo peor que se podría decir de Dios sería que es un underachiever (un sujeto que rinde menos de lo esperado). Desde el punto de vista de los hijos, sucede algo parecido con el padre. Al final el padre nunca es capaz de rescatarnos de todo lo que nos depara la vida.

En su actitud educativa a sus hijos, mi padre enfatizó siempre ese límite. Siempre gentil y cariñoso, nos abrió la imaginación para hacer frente al mundo. Que en paz descanse Cinna Lomnitz Aronsfrau.