Opinión
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Borges según me decían
S

í, según me decían sus amigos, Jorge Luis Borges era un gran caminador. Fueron dos personas junto a quien más traqueteó calles de Buenos Aires: ambos eran judíos, pero muy distintos en lo demás. Ben Molar y Bernardo Ezequiel Koremblit murieron después de él, no hace mucho y casi centenarios. El primero fue un hombre pobre que se inventó a sí mismo, adaptó canciones, produjo discos de éxito y difundió el tango y a sus intérpretes. En cuanto al segundo, su padre era dueño de una zapatería, estaba divorciado, lo que destacaba el mismo hijo como algo extraño entre aquellas familias; y antes incluso de recibirse en el nacional Buenos Aires ingresó de periodista al mítico vespertino Crítica, donde Borges codirigió un suplemento literario de los sábados; también estuvo al frente de una revista de la colectividad; fue director del área de cultura de la Biblioteca Nacional, cuando se trasladó a su nuevo edificio, y presidió la Academia Nacional de Periodismo.

Cada uno por separado me hablaron de ese Borges caminador con quien deambularon a su turno, sin jamás tratarse entre ellos, por diversos parajes casi siempre a pedido del escritor, y que estaban en las inmediaciones de la antigua avenida Triunvirato, antes que se llamara Corrientes.

Borges no tuvo reparos en ser el primero en escribir una milonga para un álbum que ideó Molar y que se volvió célebre por las canciones de los escritores, músicos y pintores convocados. El productor discográfico lo recibía en su oficina céntrica, adonde concurría doña Leonor, la madre nonagenaria del escritor, que debía trepar los inclementes 24 escalones, ya que no había ascensor. Fue en esos modestos tres cuartos donde Molar decidió citar para un mismo día y hora a Ernesto Sabato, que por entonces estaba disgustado con Borges. Primero llegó el novelista de Sobre héroes y tumbas y después Borges, quien reconoció que se llevaba bien con su compatriota porque no lo trataba ni lo veía. De todos modos, se logró la reconciliación. Una foto de ambos dialogando con cordialidad registró el episodio, y la memoria del anfitrión la curiosa anécdota. Recordaba Ben Molar que cuando Borges pasaba a buscarlo solían encaminarse a la lechería La Pura, entre Serrano y Gurruchaga donde él, que había nacido en Villa Crespo, conoció al Malevo Muñoz. Ellos no iban mucho más allá de los billares del salón San Bernardo, que aún existe en el mismo lugar. El escritor comentaba que aquel barrio donde él se inspiró de joven, en el límite del arroyo Maldonado, era la cuna de la literatura argentina por encima de las disputas entre Florida y Boedo, tiempos en que el tranvía Lacroze repicaba por Triunvirato y el Anglo Argentino sobre las cercanas vías de la calle Vera, donde nació Juan Gelman. Según Molar, ellos no se adentraban después de Dorrego, porque Borges era impresionable y no le gustaba acercarse al cementerio de la Chacarita. A esa altura habían caminado más de 50 calles, tiempos en que su amigo casi no usaba bastón y las veredas facilitaban el paseo.

En Villa Crespo abrió su casa y primera librería Manuel Gleizer, gran amigo de Quiroga y de Julio E. Payró, donde al comienzo trabajó César Tiempo y apareció un juvenil Eduardo Mallea –más tarde director del suplemento literario de La Nación– a costear la publicación de su libro inicial. Aquella librería, punto de reunión de infinidad de escritores conocidos y por volverse célebres –de Vacarezza a Marechal–, estaba en Triunvirato 537, cerca de la actual avenida Scalabrini Ortiz, donde acabó por levantarse un recordatorio al tanguero Osvaldo Pugliese.

Por su parte, Koremblit precisó que durante más de un año llegaba a las ocho de la mañana al departamento de la familia Borges –aún vivía la madre– para desayunar juntos. Al escritor no le gustaba comer solo y a Koremblit tampoco le resultaba inconveniente ese horario, porque solía levantarse a las cinco. Del autor de El hombre de la esquina rosada confesó que aprendió a sacarle la yema al huevo, cuando le advirtió que era donde residía el colesterol. Fanny, la histórica empleada, lo servía sobre un pequeño plato cortado al medio, y para hacer saltar la yema el escritor apenas lo presionaba.

En los primeros años de Perón, cuando se encarceló a la madre y hermana de Borges, fueron juntos al Colegio de Escribanos por un acto donde estarían otros colegas. Como Koremblit acaba de publicar un ensayo sobre Nicolás Olivari, en la editorial Deucalión que dirigían Osiris Troiani y Jacobo Timerman, al pasar a buscarlo por el departamento, el escritor, que estaba terminando de vestirse y era hombre atento a los dimes y diretes del ambiente, quiso saber sobre las ideas políticas de Olivari: ¿En qué anda su amigo, che?, le dijo con tono despectivo. Pero su verdadera intención era qué opinaba él. Al afirmarse la relación, Borges pondría en sus manos importantes poemas originales: el dedicado a Spinoza, el de Rafael Cansinos-Assens, y otro sobre Israel. Se los entregó a él antes que a nadie, para publicarlos en Davar, bajo su dirección, y este último cuando se estaba recién en la tercera de las cruentas jornadas la Guerra de los Seis Días. Borges lo sorprendió al llamarlo por teléfono, para anticiparle que le llevaría ese nuevo poema.

–Arriba la patria –fue lo primero que dijo al encontrarlo. Aún no había terminado esa guerra, y él ya tomaba partido, concluyó Koremblit, quien afirmaba:

–Nunca imaginé la dimensión en el mundo, que alcanzaría mi querido amigo escritor.