Opinión
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La segunda colonización de la Tarahumara
G

radual pero constante, casi inadvertido para todos menos para los afectados, el desplazamiento que obliga a centenares de familias rarámuris a abandonar sus comunidades de la Sierra Tarahumara a causa de la actividad desplegada en esa zona por los cárteles de la droga, constituye prácticamente una redición del proceso de coloniaje, sometimiento y despojo a que fue sometido ese pueblo a partir del siglo XVII. En aquellas épocas, los atropellos tenían lugar en nombre de la cruz y la espada; ahora, se cometen para que grupos de narcotraficantes establezcan nuevas áreas de cultivo de amapola y controlen la producción y distribución de los estupefacientes que permite elaborar esa planta. El resultado no es muy distinto, pese a los muchos años transcurridos entre un periodo y otro: amenazados –cuando no brutalmente agredidos–, los pobladores rarámuris de numerosos municipios de la sierra chihuahuense son obligados a marchar rumbo a la incertidumbre, cargando unas pocas pertenencias y dejando atrás su casa, sus escasos animales y el suelo que hasta su expulsión constituyó el entorno de su vida.

No se trata de un fenómeno nuevo, sino del recrudecimiento de una tendencia, porque desde que empezó su fase de expansión en territorio mexicano el narco se hizo presente en la región de los tarahumaras, generalmente para reclutar (las comillas se deben a que la incorporación era por la fuerza) a jóvenes para que transportaran droga –principalmente mariguana– al otro lado de la frontera norte. En años recientes, una vez comprobado que el gran negocio y las mayores tasas de ganancia provenían de sustancias como la goma de opio extraída del bulbo de amapola, que sirve de base para la producción de heroína, morfina y otras drogas duras, la prioridad de los cárteles fue conseguir más espacios cultivables para esa planta (de preferencia tierras ya trabajadas y aptas para labores de siembra). Pero a la vez debía tratarse de terrenos que no fueran fáciles de detectar ni siquiera desde el aire, y la Sierra Tarahumara, con todo y los feroces periodos de sequía que la azotan periódicamente, brinda esas características. De tal modo, una zona complicada geográficamente y una población histórica y socialmente castigada, afligida por una pobreza endémica, terminaron ocupando un infortunado lugar de privilegio en las estrategias de supervivencia y crecimiento del narcotráfico.

Lo anterior da cuenta de que tales estrategias no dejan virtualmente ningún espacio del territorio nacional, ninguna estructura social, ninguna rama de actividad que pueda considerarse enteramente libre de su influencia. En cualquier caso, la sola comprobación del alcance que tienen las ramificaciones del narco debe ser un elemento a tener en cuenta a la hora de diseñar métodos de control o de combate al mismo.

Pero mientras se discuten planes y programas orientados a lograrlo, se hacen toda clase de cálculos para comprobar los márgenes de ganancia de los cárteles, y se construyen indicadores sobre producción, distribución, consumo y efectos de las distintas drogas, en la base de esa actividad (esto es, en la habilitación de áreas para el cultivo de diferentes especies vegetales que contienen alcaloides) tiene lugar un daño social que precede al causado por el tráfico propiamente dicho. Y los principales damnificados por ese daño son generalmente los sectores sociales más sumergidos y distanciados del desarrollo, sus planes y sus promesas de bonanza.