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Cómo (finalmente) llegué a amar a Svetlana Aleksiévich
D

ebo confesar. Mi entusiasmo por Svetlana Aleksiévich, la reportera y escritora bielorrusa galardonada el año pasado con el Premio Nobel de Literatura, era (hasta ahora), digamos, limitado.

Y ni siquiera era por sus libros. Hace tiempo leí La guerra no tiene rostro de mujer (1983), su primer libro coral o novela colectiva, compuesta enteramente por entrevistas. La multitud de voces de cientos de mujeres con quienes habló –de más de un millón que combatieron en el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial–, incluidas enfermeras, francotiradoras, tanquistas, aviadoras, las frontovniki o las que trabajaban en retaguardia, se juntan allí en una extraordinaria y estremecedora narrativa.

Hay una escena que no me puedo quitar de la cabeza.

Una partisana cuenta cómo en medio de una huida por el bosque da a luz a un bebé, pero se ve forzada a ahogar al recién nacido para que su llanto no revele a los nazis la posición de su unidad.

La cuestión no era entonces su prosa testimonial, densa, aunque sin una forma determinada, enriquecedora –que alcanza sus máximos en Los chicos de latón (1991) o en Voces de Chernobil (1997)–, sino más bien la manera en que las experiencias personales y emocionales que Aleksiévich suele reunir se insertan en las narrativas dominantes y el modo en que la autora a partir de allí era –y en general sigue siendo– incapaz de decirnos algo verdaderamente incómodo sobre el mundo en que vivimos.

El mejor ejemplo de esta limitación son sus dos libros sobre el colapso de la URSS: Embrujados por la muerte (1993) y El tiempo de segunda mano: el final del hombre rojo (2013).

He aquí dónde está el problema: su afán de contar la historia de transformación poscomunista mediante lo privado, las esperanzas y frustraciones personales, resulta estar en plena sintonía con el espíritu individualizante y destructor del capitalismo tardío.

Si bien el principio guiador de Aleksiévich –todo ocurre en un pequeño espacio individual (¡sic!) ( The Guardian, 8/12/16)– arroja buenos resultados sociológicos (y periodístico-literarios), tiende a ignorar lo macro (algo que el sistema siempre quiere ocultar) y acaba en autovictimización o en ejercicios esotéricos de explicar el caos del neoliberalismo de los 90 en términos existenciales y con particularidades del alma rusa.

Esto es evidente en su uso de la categoría del siempre vivo Homo sovieticus, que supuestamente lo explica todo. ¿Y no sería más interesante ver cómo y en qué medida éste mutó en Homo neoliberalis (siendo de hecho ambos productos del shock y de una brutal transformación desde arriba)? Seguramente así sería más difícil confundir la violencia sistémica del capital con la herencia del estalinismo, como suele hacer la autora.

Mi problema con ella también tenía que ver con...

...cómo los mismos círculos liberales que hoy festejan a Aleksiévich ayer se disgustaban por los Nobel a Saramago, Pinter y Fo, todos comunistas, dignos del Premio Stalin, o a Lessing –¡fuchi...!– otra roja.

...cómo su crítica al experimento marxista-leninista se inserta en la ideología neoliberal y su apología irreflexiva de la implosión del bloque soviético como ampliación del campo de la libertad.

...cómo sus críticas a Lukashenko y Putin hacen click con la rusofobia dominante (...lo que no quiere decir que en algunos puntos no tenga la razón o que los contrataques de putinófilos a ella no son igualmente aberrantes).

...cómo su narrativa sobre la invasión nazi puesta a la par con la crítica al estalinismo se inserta en el cuento de dos totalitarismos.

...y cómo por esto y por sus críticas a las dictaduras nostálgicas de Minsk y Moscú queda ensalzada por el principal exponente de este cuento, el historiador revisionista Timothy Snyder (The truth in many voices, The New York Review of Books, 12/10/15).

...cómo su crítica a la propaganda rusa se inserta perfectamente en la propaganda occidental y en la línea tirada por la dictadura global mediática.

...cómo sus condenas a las posibles/futuras bases rusas en Bielorrusia (frutos de una sumisión) pasan por alto las reales/actuales bases de la OTAN en Polonia y en los países bálticos (desde luego frutos de la democracia).

...o sus críticas a la anexión de Crimea y a la ocupación rusa de Ucrania ( FAZ, 15/4/14), o sus comparaciones de la intervención rusa en Siria con las guerras que Moscú libró en Afganistán y Chechenia.

...y, finalmente, cómo en su discurso en la entrega del Nobel denunció el belicismo ruso (sin –curiosamente– mencionar ningún otro belicismo...) y lamentó que “en los 90 Rusia escogió ser ‘fuerte’ en vez de ‘digna’” (¿¡eh?!), lo que resultó –salvo unos bellos recuerdos personales– virtualmente indistinguible de un noticiero de la CNN.

El Nobel a Aleksiévich fue visto –con razón– como un gesto que revaloraba el estatus del reportaje y la no ficción en el canon literario, y que le otorgaba al testimonio y al cronista un valor que jamás tuvieron.

De allí frecuentes referencias a Ryszard Kapuscinski (1932-2007), el Nobel por reportaje que nunca llegó, y a quien la bielorrusa pone –desde luego– como una de sus grandes inspiraciones (Polskie Radio, 8/10/15).

En dos ocasiones sus libros fueron galardonados con el Premio Kapuscinski (2011 y 2015).

Aun así, la relación entre ambos se entiende mejor por contrastes que por semejanzas.

Mientras Kapuscinski solía construir memorables personajes (intensificando la realidad y componiéndolos a veces de varias personas reales), en los libros de Aleksiévich hay sólo voces.

Mientras para ella la entrevista es la herramienta principal, para Kapuscinski fue un género despreciable: con la gente hablaba sólo para sacar la información y se ufanaba de que jamás hizo una entrevista ( El País, 3/3/10).

Mientras él, después de su propio análisis de las consecuencias humanas del derrumbe de la URSS ( El Imperio, 1993), tornó la mirada a nuevas amenazas en el mundo contemporáneo, ella nunca supo levantar la suya del ataúd de Stalin.

Y mientras para Kapu el fin del socialismo no significó el fin de su simpatía a los cambios radicales y la acción colectiva, para Aleksiévich después de 1989 ya no hay nada más. Sólo la desilusión. Por supuesto, individual.

*Periodista polaco

Twitter: @periodistapl