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Un nuevo ciclo para la justicia educativa
N

o hay duda de que debe proponerse un modelo educativo de calidad. En ese sentido existe consenso tácito, pero es en la inclusión de los medios para lograr tal fin donde se agudiza el desacuerdo. Entonces, el reto del sistema de enseñanza pública se inicia con el diálogo y la conciliación sobre el futuro de la educación.

El diagnóstico básico evidencia que se ha postergado desde mediados del siglo pasado la concepción de un plan estratégico sobre los efectos de la educación en el futuro del país. En ese dictamen, la clave del éxito colectivo radica en anticiparse a los retos del porvenir. Lo que hoy tenemos reafirma la pobreza del conocimiento y sus efectos son devastadores en un ciclo de reproducción de la pobreza no sólo económica, sino intelectual.

La desigualdad educativa es un fenómeno multifactorial. Estriba también en un principio redistributivo de las políticas fiscales y de la incongruencia del gasto que no se centra en la persona ni en su progreso cognitivo. El otro gran trance es la inercia histórica de un conflicto que confronta y cuyas consecuencias negativas son asumidas por la sociedad en general.

Considerando que todos deseamos elevar la calidad de la educación, debemos estar más receptivos a las propuestas de reforma académica que se presentan como alternativas. También es indispensable que actores públicos, privados, profesionales y científicos tomen parte en el debate.

La mirada de los impartidores de justicia es relevante, ya que pone a prueba la constitucionalidad y legalidad de la reforma educativa en un país con urgencia de conocimiento, innovación técnica y científica, y sobre todo de respeto por los derechos humanos y por el interés superior de la niñez y de la juventud.

Pero, ¿de dónde proviene este concepto de la calidad de la educación como tabla rasa de la equidad y la promoción de las libertades individuales? ¿Por qué los mexicanos valoramos la cobertura universal y la noción de lo público imperando sobre lo privado? Esta noción sugiere que el bien común proviene del tipo de gobierno que los ciudadanos se conceden y que la educación sirve precisamente como aditivo para construir doctrinas comprensivas y razonables enarboladas por individuos igualmente razonables.

Esta capacidad de discernimiento, autocontrol y sentido de cooperación pública se logra si en nuestro desarrollo personal nos tornamos asertivos; y esta clase de racionalidad-asertividad proviene exclusivamente de la creación individual de conocimiento que llega tras la reflexión. La educación produce virtudes públicas y en términos de lo justo valoramos la cobertura universal, la publicidad y la gratuidad.

Cuando hablamos de justicia educativa nos referimos a dos principios públicos elementales: el primero atiende a que solamente es aceptable la desigualdad si las personas menos aventajadas de la sociedad mejoran su posición (incluye economía, derechos humanos y políticos, y toda clase de libertades) y el segundo reside en que todas las personas tienen el mismo derecho a participar en la esfera pública y en la toma de decisiones.

Al aplicar ambos principios de justicia redistributiva a la vida pública, se añade un valor sustantivo al modelo de gratuidad de la educación, que hace que los educandos tengan el mismo derecho a la enseñanza.

Otro punto preocupante es que la desigualdad o la injusticia se debe a la calidad de la educación, sin la cual se vulneran los dos principios de justicia: los estudiantes menos privilegiados no mejoran su situación personal y social, y la carencia de producción de conocimiento los limita en su desarrollo privado, pero a la vez para atender en libertad e igualdad de condiciones la vida pública que es la fuente de soluciones de nuestros conflictos ­colectivos.

La educación es la base de nuestro sistema de cooperación colectivo. En otras palabras, la calidad, cobertura y gratuidad de la educación generan los cimientos para establecer un sistema de colaboración basado en el bien común, que nos lleva a proponer que en la construcción de una educación de calidad debe existir compatibilidad con una sociedad más justa, pero requerimos de congruencia para deliberar qué resultados queremos para el desarrollo de las personas y del país a corto, mediano y largo plazos.

Hay que partir del siguiente acuerdo. Es claro que la enseñanza pública aún no logra mudar del modelo de masificación y aprendizaje en bloque a uno que privilegie la atención personalizada y que promueva el esfuerzo. La evaluación magisterial es importante para los efectos del apoyo y promoción de los docentes, pero no debemos perder de vista que el actor central de la educación es el alumno y que todo el sistema educativo debe enfocarse en el desarrollo integral del ser humano como portador del conocimiento y como transformador de su entorno.

Esta es la vía adecuada para solventar las desigualdades que se reafirman internamente en el sistema educativo actual y que, lamentablemente, generan mediocridad de la enseñanza y de las políticas educativas.

Comienza un nuevo ciclo escolar; como académica universitaria, y especialmente como profesora de educación primaria egresada de la Benemérita Escuela Nacional de Maestros, avizoro la posibilidad de hacer del conocimiento, la racionalidad y la enseñanza nuestras fortalezas, para alejar la ceguera intelectual y para hacer de la educación la esperanza de nuestra niñez y juventud.

*Magistrada federal y académica universitaria