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En la misma ciudad y con la misma gente: Juan Gabriel
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Alberto Aguilera Valadez, mejor conocido como Juan Gabriel, con Elena Poniatowska, en una imagen captada por Felipe Haro, publicada en el tomo cuatro del libro Todo México, de Editorial Diana
L

a carretera a Toluca es inmensamente ancha. Luego de casi una hora de trayecto, llegamos al club de golf Los Encinos, fraccionamiento nuevo a todo lujo situado en una colina de horizontes arbolados. En la entrada nos detiene un miembro de la polícia montada de Canadá: sombrero de fieltro, casaca roja, botas y pantalón de montar.

–¿Adónde van?

–¡Con Juanga! –grito desde el asiento de atrás y el caballo del polícia relincha espantado ante mi discreto tono de voz.

–¿Cómo se llaman?

–De parte de Carlos Monsiváis.

–¡Pasen ustedes!

Monsiváis, en efecto, va al frente de la caravana de la que forman parte Alejandro Brito y mi hija Paula. El VW de Alejandro se hace más chiquito a medida que las residencias se agigantan. Monsiváis, como es su costumbre, dirige, aunque nunca aprendió a manejar: A la derecha, vuelta, quebrándose, quebrándose... Voy preparada para ver una horripilancia suntuosa con escalera cinematográfica y cascada de horrores como suelen ser las mansiones de los artistas.

–Aquí es –gruñe Monsiváis.

A la vista se ofrece todo lo contrario de lo que esperaba encontrar. Una casa de muy buen gusto (Todas mis casas son mexicanas, aclararía más tarde Juan Gabriel), muebles coloniales, una alacena maravillosa, talavera poblana, cuadros de Julia López, una jaula de madera proveniente de Michoacán.

Juan Gabriel aparece en shorts de cuadritos y camisa también de cuadritos, pero más grandecitos. Señora, me dice muy cortés en la presentación, pero luego entra en confianza y me llama madre.

A Monsiváis le dice padre o padrecito. A Alejandro y a Paula ni los fuma. Bueno, a Alejandro un poco más, porque lo ha visto varias veces. La casa es tan acogedora, cada objeto es tan bonito, que me siento contenta. Juanga no tiene nada de divo. Ofrece café, refrescos, lo que ustedes quieran. Dice: Me muero de hambre y se come un plátano.

–¿Gusta, madre?

–Ahorita no, gracias.

–¿Dónde estaremos más cómodos?

Nos instalamos en la mesa del comedor. Juan Gabriel en la cabecera. Monsiváis frente a mí. Paula y Alejandro Brito esperan el término de la entrevista para tomarle fotografías. Me baño, me cambio, y entonces hacemos las fotos, ha prometido.

–A ver, ¿qué me quiere preguntar, madrecita?, porque tengo muchas cosas qué decirle ¿eh?

–Antes le quiero agradecer la entrevista, porque me dijo Carlos que usted casi nunca las da.

–A Carlos lo que me pida. No puedo negarle nada por el amor y la admiración que le tengo a este hombre, sin dejar de saber que usted tiene sus propios méritos.

–¿Y cuáles son esas muchas cosas que tiene que decirme?

–Bueno, muchas cosas siempre y cuando me motive con sus preguntas. Tengo muchas cosas por hacer y me gusta más hacerlas que decirlas. Lo que más me gusta a mí en la vida es superarme. Creo que haber tenido la oportunidad de nacer es un gran triunfo que no cualquiera consigue, dado que son grandes cantidades de espermatozoides y solamente uno llega.

De allí en adelante creo que tiene uno la obligación de ser cada día mejor como ser humano.

Durante un largo momento Juan Gabriel habla de su infancia, de la tristeza vivida entre los 12 y los 14 años en un internado al que su mamá, por tener que trabajar muy duro como empleada doméstica, se vio obligada a llevarlo.

–Mi mamá me visitaba, claro que sí, pero las visitas en ese tiempo para mí no eran muy importantes, porque yo lo que quería era estar con mi familia.

–¿Cómo era su vida afectiva en el internado? ¿Había niños o maestros a los que usted quisiera especialmente?

–Sí. La tristeza era no estar con mi familia, con mi mamá, pero dentro de lo que es un internado, todo era muy bonito. Yo siempre he dicho que a los hijos no se les debe internar, que lo primero que se les debe dar es amor, amor, porque con amor crecen muy bonitos, y si a esto se les agrega una alimentación sana, muchísimo más todavía. Pero volviendo al internado, eran cuatro patios; el primero era para niños que, como yo, no podían estar con su mamá porque estaba trabajando y tal, y niños que eran inquietos, incorregibles, de los 12 años para abajo; había otro patio de este lado que era como un tribunal para menores, eso era lo malo, que estábamos revueltos, y en aquel tiempo la mayoría de edad era a los 21 años; otro patio era de mujeres y de costura y de esas cosas de ellas, y el cuarto patio era de talleres, donde estudiábamos hojalatería, carpintería, talabartería, todo eso. Ahí fue donde de chiquito conocí a un señor que se llamaba Juan, ya murió, quien me enseñó a trabajar hojalatería. Por él fue que me puse yo Juan, y Gabriel por mi papá. Cuando cumplí 14 años me escapé del internado no tanto porque quisiera irme con mi mamá, sino porque me encargaron tirar la basura y pude salir a la calle. Cuando vi que se iban tantos amigos, me quise ir también.

“Me fui con mi mamá, pero no pude estar con ella porque ya vivía con otro señor. ¡Cosas de la niñez! En aquel tiempo a los 14 años se pensaba como hoy un niño de 10. Entonces me acostumbré a estar solo y empecé a trabajar cantando.

La señora Micaela, que todavía vive, era como la directora, y nunca fue creyente. No nos dieron doctrina ni nada de eso. Entonces yo aprendí a creer en mí, más que nada, más que creer, por ejemplo, en Jehová, en Jesús, en Joma, en Buda o en Zaratustra.

–¿Y en la Virgen? Porque recuerdo que algunos consideraron ofensiva la canción que dedicó a María Félix, María de todas las Marías, porque decía usted que La Doña se parecía a la madre de Dios.

–Pues quiero decirle que respeto las creencias y que he aprendido a amar a la gente con ellas, con las creencias que tenga, y para mí, mis amigos, por ejemplo, no tienen errores.

–¿Carlos no tiene errores?

–Si es mi amigo, pues no. Se ha dado el caso de que mis mismos amigos hablan mal de otros que también son mis amigos y yo les digo eso: mis amigos no tienen errores. Ahora, volviendo a la cuestión de la Virgen María, yo no lo hice con el afán de molestar a nadie, lo hice porque considero que es una mujer muy bonita y cualquiera que quiera mucho a su mamá pues la compara con la Virgen María. Yo, por ejemplo, mire, cuando estoy angustiado o tengo problemas a quien invoco es a mi mamá, porque para mí es lo más importante, y estoy seguro de que, aunque no estuvimos juntos, ella de algún modo se arrepintió y me lo dio a entender a través del tiempo y además siempre con sus caricias, después con sus palabras, con sus actitudes, sus hechos, sin decirme: Ay, Alberto, perdóname por no haber pensado las cosas y haberte internado ahí y que hayas carecido de mí. Cuando ella se volvió mayor, que tenía 55 o 60 años, ya era otra cosa, éramos más amigos y, fíjese, con decirle que yo tuve que perdonarle haberme dejado así solito. Entonces me enseñé también a adorar mucho a mi madre y a tomar conciencia por lo mismo que le dije, porque nunca quise ser mala persona, aunque tenía todo para serlo.

Para Carlos Monsiváis, Juan Gabriel no sólo fue el mayor ídolo popular después de Pedro Infante, sino un creador que lo conmovía y lo alegraba. Festejar cada una de sus canciones, Amor eterno, Hasta que te conocí y La muerte del palomo, lo solidarizó con su historia de vida, sus carencias y su discriminación sexual. La propia historia de Juan Gabriel lo hizo entrañable para millones de mexicanos que se identificaron con él. Yo tengo a mi Juanga, solían decir sus adoradores. Su fijación en su madre, su homenaje reiterativo al matriarcado en un país supermachista y homófobo lo encumbró. Juan Gabriel nos convocó a todos y el pastel de mármol blanco llamado Bellas Artes fue el primero en abrirle las puertas a la cultura popular (que por lo visto se lleva de calle a la intelectual, porque somos un país que no lee) y marcó para siempre a nuestro también muy añorado Monsiváis, ése sí, muy leído y escribido.