Editorial
Ver día anteriorDomingo 11 de septiembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Hace falta recordar que vivimos en un Estado laico?
E

l conjunto de marchas o, si se prefiere, la marcha dividida en partes realizada ayer en 17 estados de la República y organizada por el Frente Nacional por la Familia para oponerse a la sola existencia (y ni se diga a una eventual sanción legal) del matrimonio igualitario, exige hacer algunas consideraciones y precisiones sobre el asunto.

Ciertamente, en este como en muchos otros temas, a cada persona o grupo de personas le asiste el legítimo derecho de tener una opinión propia, a condición de que conceda a los demás ese mismo derecho, regla esencial de la tolerancia. Ésta, en una definición más o menos clásica, consiste en el respeto a los otros, la igualdad en materia de opiniones y creencias y la convicción de que la razón y la verdad no son patrimonio exclusivo de nadie. En consecuencia, cada vez que una postura (política, social, moral) se enarbola vulnerando estos principios elementales, desacreditando groseramente a quienes asumen una postura diferente, lo que se presenta como simple expresión de ideas se transforma en aviesa práctica inquisitorial.

Tal parece haber sido el caso de estas marchas que, enarbolando la causa de una presunta defensa de la familia tradicional, se mostraron prolíficas en descalificaciones contra quienes rechazan la noción según la cual esa institución debe tener como base la unión de un hombre y una mujer, porque ésta es, en ese contexto, la única relación natural y base de la civilización. De acuerdo con esta concepción, la ciudadanía que se pronuncia en favor de la unión civil entre personas del mismo sexo, o simplemente propone para sí otra versión del ámbito familiar, viene a ser una especie de encarnación de la impudicia y el mal, y en tal carácter (aquí viene lo más alarmante) tiene que ser combatida a como dé lugar.

Sin embargo, con todo y la incomodidad que producen semejantes juicios, hasta ahí todo queda en el terreno del agravio verbal, que no viola ley o disposición alguna. Pero la cosa cambia cuando trascienden versiones según las cuales en la preparación de la marcha, en el diseño de su logística, habrían tenido participación activa personas e instancias vinculadas a los sectores más conservadores y reaccionarios de la Iglesia católica (de hecho, algunos recorridos iniciaron o culminaron en espacios parroquiales).

La cosa cambia por la sencilla razón de que vivimos en un país de leyes. De acuerdo: esas leyes podrán ser perfectibles, no cumplirse con la diligencia que debieran, ser mañosamente pasadas por alto o ameritar una revisión exhaustiva. Pero son las que tenemos, las que regulan nuestro funcionamiento como sociedad y a las cuales debemos atenernos (todos, no importa la idea que tengamos respecto de la familia, el amor o las relaciones públicas); porque si en función de lo que mejor nos parece rompemos las bardas que definen las fronteras del equilibrio social, estamos expuestos a la brutalidad del poder, a la arbitrariedad, a la prepotencia y al sálvese quien pueda.

En este punto conviene recordar que en México –Estado laico y no confesional en tanto no se disponga otra cosa– el texto constitucional es claro cuando se refiere a la participación en política de los ministros de culto. Y bregar para impedir la eventual discusión parlamentaria de una iniciativa de ley (sobre la familia o sobre cualquier otra cosa) tiene todo el aspecto de una participación política.