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Juan Gabriel: entre la ambigüedad y el fuerteo
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uizá no haya un personaje en México tan vilipendiado y acosado por su orientación sexual como lo fue Juan Gabriel. El Divo de Juárez fue objeto de burdos chistes de oficina, de burlas machistas en cantinas, de parodias grotescas en programas de comicidad barata por televisión. Juanga fue por un tiempo, como afirma Carlos Monsiváis en su extraordinaria crónica sobre el cantautor, el recipiente de la homofobia.

Los medios amarillistas y de espectáculos se regodearon en el morbo. Periodistas sin escrúpulos intentaron una y otra vez arrancarle la confesión esperada. Los rumores se fueron expandiendo en la medida en que elevaban el raiting y redituaban grandes ganancias.

Los contextos de acoso homofóbico crean las condiciones propicias para el chantaje. Desde el inicio de su carrera, Juan Gabriel fue víctima de este tipo de chantajes y siempre se sintió acosado por los medios debido a su sexualidad. Él decidió no hacer pública su homosexualidad, entre otras razones, para no darles esa ventaja a sus acosadores. Según su percepción, el peso del estigma podría terminar por restar valor al artista. En su lugar, recurre a la estrategia de la ambigüedad para encararlos, con su ya famoso lo que se ve no se pregunta, la misma estrategia a la que han recurrido otros gays famosos.

Por un tiempo, el prejuicio homofóbico logró compendiar en el nombre de Juan Gabriel, o de su apelativo Juanga, a todos los improperios utilizados para designar a los hombres que no se comportan como tales, según el canon machista, sobre todo a quienes están impedidos de fingimiento (frase que tomo del repertorio inagotable de Carlos Monsiváis). Juan Gabriel fue uno de ellos. Él nomás no pudo o no le dio la gana fingir porque, entre otras razones, se sabía depositario de un enorme talento. Si al comienzo de su carrera se modera y contiene en lo posible sus ademanes, una vez afianzado el éxito indisputable, el Divo de Juárez desplegó en los escenarios todo el potencial de la mariconería del que fue capaz. Al comienzo, los espectadores de televisión observan con morbo y desconfianza a ese joven aspirante a estrella de voz meliflua y andar dudoso, capaz de arrancar suspiros sólo a las jovencitas, pero con el tiempo, cuando Juan Gabriel incursiona triunfante en la canción ranchera, ya serán minoría los que se le resistirán.

Y sucede entonces lo inimaginable. De pronto, todos esos insultos del desprecio machista encarnan en el ídolo más venerado de México, que los vuelve estilo muy personal y los convierte en foco de atracción de sus espectáculos. Y haciéndolo, no sólo trastoca con lentejuelas la sobriedad del traje tradicional del charro, símbolo de la gallardía viril mexicana, sino que plantándose frente al mariachi rompe con las rigideces de la figura recia y macha hasta las cachas del charro cantor. Él va y viene de un lado a otro del escenario contoneándose sin disimulo alguno, imitando los desplantes histriónicos no de Jorge Negrete ni de Antonio Aguilar sino de Lola Beltrán y de Rocío Dúrcal; atraviesa a brinquitos el escenario, sacude frenéticamente los hombros como hacen las rumberas y gira una y otra vez el cuerpo juntando talones.

En el clímax de cada espectáculo, Juan Gabriel lleva al paroxismo sus amaneramientos, y ya en plena apoteosis el público se le rinde sin contemplaciones, despojado de inhibiciones y pudores. Una vez alcanzado el éxtasis de la comunión de almas entre el público y su ídolo, asistimos al fenómeno místico de la transmutación del morbo en fervor. De esta manera apoteósica, en los palenques, en los estadios o en Bellas Artes, lugares siempre a reventar, Juan Gabriel entroniza a la figura del maricón.

En cada una de sus presentaciones, Juan Gabriel logró dominar a la bestia del machismo, sometiéndola al látigo de sus requiebros afectados. En lugar de la expresión vámonos de juerga, los machos dirán ya sin rubor alguno “vámonos de juanga”. Para que Juan Gabriel triunfara, hizo falta que el machismo reculara.

La estrategia de Juanga fue infalible. Consciente de que su lugar en la historia estaba asegurado, se pudo permitir lo que en la jerga gay se conoció como fuertear. Una anécdota ilustra lo anterior. En 1991, México fue el país sede de la Primera Cumbre Iberoamericana, y para agasajar a los 21 jefes de Estado convocados, se realizó un concierto de gala en el teatro Degollado de la ciudad de Guadalajara. A Juan Gabriel le tocó cerrar el encuentro, en el que habían cantado ya Joan Manuel Serrat, Gal Costa, Susana Rinaldi y otros artistas de esa talla. Salió acompañado del mariachi, ataviado con un traje de charro confeccionado muy a su estilo. Y, según nos refirió días más tarde a Carlos Monsiváis y a mí, cuando se paró enfrente de tan distinguida audiencia pensó: “Pues yo los vi a todos muy solemnes y seriesotes, y me dije, los voy a fuertear para animarlos”. Habría que imaginarse las caras de desconcierto de Fidel Castro, de Felipe González, del rey Juan Carlos y de los demás jefes de Estado, pero la estrategia funcionó, una vez más, y el público se le rindió. Y mientras Juan Gabriel cantaba y se movía divinamente en el teatro Degollado, representando oficialmente a la cultura de nuestro país, el recio y viril rancherote Vicente Fernández lo hacía afuera del teatro, en la plaza. Lo que no deja de resultar simbólico del modo como Juan Gabriel logró desplazar al machismo y colocó, como bien lo definió Carlos Monsiváis, a lo marginal en el centro.