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Ver día anteriorLunes 19 de septiembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El país que deseamos
H

ay, por un sinfín de razones, una enorme crítica y rechazo al tipo de sociedad en que vivimos. Muestra de ello son la catarata de movimientos sociales contemporáneos oponiéndose a multitud de temas de la actualidad. De otro lado, sin embargo, parece que nos aferramos a lo que tenemos como si no hubiera otra salida, nos comportamos como si la autocrítica perteneciera a otra galaxia. Quienes así piensan son los conservadores más recalcitrantes y pesimistas, mientras quienes piensan en la posibilidad del cambio, digamos, serían los optimistas, quienes tienen confianza en un futuro mejor, en una mejor sociedad.

Todo esto se ha traducido en la vida social, desde siempre, en un sinfín de enfrentamientos, también armados, y esta es una de las principales razones del malestar y del pesimismo social. Naturalmente no sólo el despedazamiento de las sociedades y sus causas profundas, que casi siempre se traduce en el empoderamiento de la riqueza por un solo grupo de la sociedad, dejando fuera a las grandes mayorías, lo cual significa que el poder y la autoridad lo ejercen sectores reducidos, en tanto las mayorías sufren el despojo y las carencias, criándose por necesidad entonces una sociedad tremendamente desequilibrada y, en el término de muchos, profundamente injusta y desbalanceada.

Parece que siempre es necesario repetir estas verdades de Perogrullo, porque muchos atribuyen los desequilibrios e injusticias a la voluntad divina, y otros, más modestos, lo atribuyen simplemente a la naturaleza humana y social, mutable y perfeccionable principalmente por obra de la propia voluntad humana, de la propia decisión, aunque ello implica por necesidad encuentros y eventualmente graves enfrentamientos por parte de quienes todo lo tienen contra los que nada tienen. Los desheredados, en cambio, han de mostrar una decisión y valentía a toda prueba para vencer a los amos de la sociedad. Es obvio, sin embargo, que todos los aparatos y organizaciones modernos de difusión de las ideas repiten incansablemente que Dios nos hizo de esta manera y que resulta inútil enmendarle la plana al creador. Los opositores y críticos van contra el mandato divino y deben sujetarse a los hechos, so pena de crímenes contra la divinidad y de la naturaleza, que los colocan en una situación intolerable para el conjunto de la humanidad. ¡Deben, pues, ser aislados o neutralizados para que su mensaje se pierda en el silencio de los jamás escuchados y entre los proscritos de todos los tiempos!

Pero nunca resulta inútil volver a las raíces y recordar algunas verdades elementales. Ahora, sin embargo, me interesa volver al tiempo presente, sobre todo en estas fechas de celebración patria y en que infinidad de conciudadanos se preguntan sobre la validez del sistema en que estamos encarrilados y en que se nos ha encarrilado, aparentemente sin salidas ni opciones.

En México, desde luego, pero también en muchas otras partes del mundo. Y, digamos, hoy por tan cercano en el tiempo y en el espacio el increíble fenómeno de que estemos ante la posibilidad cierta de que un fascista como Donald Trump llegue a la presidencia de Estados Unidos, con las mil implicaciones muy negativas que esto traería consigo, desde luego para nosotros y para nuestros compatriotas que viven y trabajan obligadamente del otro lado de la frontera. Sin excluir la posibilidad de intervenciones militares internacionales dictadas por el racismo y la discriminación de que hace gala el candidato republicano de Estados Unidos

Se anuncian tiempos difíciles para México y los mexicanos, sobre todo cuando nuestros propios gobernantes parecen demasiado precavidos en su trato con el señor Trump, y casi casi dispuestos, llegado el momento, a convertirse en sus seguros servidores. Vocación de servidumbre, la de ellos, perfectamente contraria a la vocación de dignidad y autonomía que han aprendido la inmensa mayoría de mexicanos a lo largo de su historia. No, no son gratuitas o falsas preocupaciones, porque la mayoría de signos en el mundo señalan una estructura social de dominación y explotación, de sometimientos y no de libertad. No salen sobrando las farolas rojas del peligro y de la necesidad de mantener y luchar por nuestras libertades, y por una democracia realmente auténtica, que no es ciertamente la que vivimos.

Mucho podría decirse sobre las democracias que vivimos, pero precisamente ahí está uno de los meollos que sería necesario cambiar de raíz, revolucionar profundamente. Mucho más ahora en que sistemas como el estadunidense o el mexicano, apenas dos años después, anuncian ya, por arriba de ideologías y creencias, que son y serán los grupos más adinerados quienes se proponen mandar y poner a sus órdenes a los sistemas políticos, despreciando profundamente las voluntades mayoritarias o, como también se ha dicho, el sentir de los pueblos. Tal es en el fondo el núcleo de la cuestión: el dinero ha de mandar sobre todas las cosas y causas, y ha de convertirse (más aún) en verdadero núcleo del poder social.

El cambio, la verdadera transformación a que se aspira es, por un lado, no otorgar todo el poder al dinero, pero además recuperar el poder del que las fortunas se han ya apropiado, y en esta doble o triple operación, devolver también a la ciudadanía, o al pueblo, como prefiera llamársele, el poder que se le ha quitado y escamoteado. Y esto, por cierto, implica una revolución profunda a la que deben estar dispuestos todos nuestros compatriotas.

Al propio tiempo, en esta operación de rescate y de proporcionar de nueva cuenta toda la autenticidad y valor original a términos como el de democracia, tan devaluado y falsificado hoy, es imprescindible conducirse con una voluntad férrea y con una decisión valiente y a toda prueba, sabiendo además que en ese acto de transformación radical la deshonestidad y los actos de corrupción que hoy vemos florecer en tantos lugares y situaciones, deberán también quedar anulados y convertidos en su contrario, en actos de rectitud y honestidad a toda prueba.