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La familia tradicional, el cine y la vida
E

l capitán Alonso de León registra en su crónica el escándalo que producía el apareamiento entre los miembros de las tribus originarias de la Gran Chichimeca desde hacía más de 10 mil años en el ánimo de los españoles asentados en las tierras a las que llamaron Nuevo Reino de León. Corría el siglo XVII. De las valiosas observaciones recogidas por este funcionario de la corona sabemos cómo la cultura recién venida veía a los de la antigua cultura:

• “En esta gente de este reino, con verdad ni se puede afirmar si son las mujeres de un varón solo, o si son comunes a todos; porque cuando está algún indio con su mujer, a pocos días tiene otro marido, y él otra, y otras mujeres… y andan ellas de uno en otro… y teniendo tres o cuatro mujeres duerme el indio en medio de ellas; que entre ellas no hay celo, antes mucha conformidad.”

• “Sin empacho ni vergüenza, duermen asimismo los hijos y otros hombres… En cuya presencia, eso sea de día que de noche, tienen sus actos carnales y otros, que es vergüenza decirlos…”

No guardan grado de afinidad; de consanguinidad, muy pocos. Suelen tener un indio, hija y madre a un tiempo; y dos o tres hermanas y otras parientas muy cercanas; sin escrúpulo ni novedad...

• “Esta gente, como viven imperfectamente y no pueden impedir los adulterios, pues no guardan castidad ni en cosa alguna son continentes…”

Entre estos ciegos hay algunos que, siendo varones, sirven de hembras contra naturaleza; y, para conocerse, andan en el propio traje de las indias, y cargando su huacal y haciendo los propios ministerios que ellas; sin que por ello él se afrente, ni ellas lo menosprecien. Y no es mucho, si naciones florentísimas, bárbaros (sic) consentían enviando a sus hijos a los gimnasios a aprender letras, virtudes, que allí usasen el pecado nefando con ellos, por vía de sacrificio a sus falsos dioses.

Si bien al principio fue cada varón con su hembra, veamos también que muchos hombres justos, como Abraham, David y Salomón, tuvieron muchedumbre; y el postrero, como lo dice el tercero de los Reyes, llegó a tanto exceso, que tuvo setecientas legítimas, y trescientas concubinas.

El capitán De León no preguntó a algunos de los miembros de la tribu de los lipanes o de los alazapas qué opinión tenían de su familia, si ésta era tradicional, exótica, de la mala vida o contra natura. Tampoco les preguntó si se consideraban felices. Él intuía, quizá, que los tribeños no supieran qué quería decir familia, pero lo que sí veía era que la vida que llevaban les resultaba agradable.

Entonces la Iglesia católica había establecido la familia estricta formada por un padre, una madre y su prole, así como que el matrimonio no era para disfrutar sexualmente, sino sólo para producir descendencia. Esa era la idea familiar traída a América por los españoles de acuerdo con sus tradiciones.

Los quiebres en ese tipo de familia no faltaban en la sociedad de Alonso de León, ni faltan en la nuestra. A doña Juana Porcallo, esposa de don Diego de Montemayor, el padre, fundador de la Ciudad Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey, le gustó el capitán Alberto del Canto y se acostó con él. Del quiebre de la tradición resultó que don Diego asesinó impunemente a doña Juana, por infiel, y premió a su amante dándole por esposa a su hija Estefanía cuando ésta era menor de edad.

Como los españoles no lograban someter a las tribus indómitas de donde sacaban naturales para venderlos como esclavos en las minas más al sur, o mujeres para convertirlas en criadas a su servicio, que a veces implicaba derecho a todo, promovieron la guerra justa contra ellas. En su parecer, el padre Jerónimo de Ribera la definió como la medida adecuada al caso. Y se siguió tan al pie de la letra, que fueron aniquiladas hasta el último de sus miembros. Se cumplía una vieja consigna: El indio bueno es el indio muerto.

Los sacerdotes de civil que en Nuevo León, como en otras partes del país, agitan la retórica bandera de la familia tradicional no están obligados a conocer ciertas historias. Pero tampoco deben ser creídas sus declaraciones bebidas en el prejuicio y no en una elemental información. La familia natural no ha sido siempre la misma, esa que aparece en la película Un millón de años antes de Cristo. Ni tampoco se puede afirmar que la familia nuclear, como la definen esos sacerdotes, es el seno ideal de la educación infantil. La vida es más compleja de lo que nos quieren hacer creer. Los orfanatorios a cargo de monjas o clérigos no tienen por qué ser mejores que gimnasios o gineceos, o que una pareja de homosexuales, tal como lo han demostrado a lo largo de su historia conventos y seminarios.

Los intolerantes que vociferan contra lo que el papa Francisco ha dicho con toda prudencia –quién soy yo para juzgar a un gay– quisieran que a los homosexuales se les declarase una guerra santa y que fuese elevada a canon la consigna: El homosexual bueno es el homosexual muerto.

A su barbarie y la de los prelados que la patrocinan es preciso combatirla con ideas y razones. Al final, la mayoría entenderá que decirse de una iglesia o de otra, de una ideología o de otra, de un tipo de costumbres morales o de otras no es garantía de nada. Lo único que garantiza la convivencia pacífica y el desarrollo individual y comunitario es la coherencia entre esas ideas y razones y los actos y frutos con los que se las pretende hacer valer.